La Muestra
■ Las flores del cerezo
Ampliar la imagen Fotograma del filme de la realizadora alemana Foto: tomada de Internet
Hay en Las flores del cerezo, de la realizadora alemana Doris Dorrie (Hombres, Iluminación garantizada), dos propuestas narrativas muy distintas. La primera se relaciona con sus temas característicos (la crisis de la pareja, las relaciones de género, las dificultades de comunicación), y la segunda con una exploración sentimental de la pérdida, con el duelo de un anciano viudo que tardíamente descubre los entusiasmos secretos de su esposa, y decide rendirle un tributo póstumo.
Los nombres de la pareja sexagenaria, Trudi (Hannelore Elsner) y Rudi (Elmar Wepper), tan parecidos, muestran de forma divertida hasta qué punto sus existencias se han entrelazado a lo largo de casi medio siglo de convivencia. Cuando la esposa recibe el diagnóstico de la enfermedad terminal de su marido, hace todo lo posible por ocultarle el desenlace trágico y trata de convencerlo de viajar juntos a Japón, el lugar que ella anhela conocer desde que toma clases de danza butoh. Rudi, hombre testarudo, algo frío y lleno de manías, se muestra poco dispuesto a complacer lo que juzga un capricho más de su cónyuge y elige en cambio visitar a su hija residente en Berlín, sólo para recibir de ella y su pareja femenina, un trato cortés, en definitiva indiferente. De modo irónico la esposa muere antes que Rudi, y éste queda sumido en un desamparo total.
Hasta este punto la directora muestra una gran solvencia para describir las relaciones familiares, contrastándolas de manera un tanto jocosa con las experiencias de seres marginales (aquí una hija lesbiana y su pareja), con formas alternativas de convivencia doméstica. En Nadie me quiere (1994) había la amistad de una joven con su vecino gay negro, narrada con brío y un gran sentido del humor; aquí, la pareja de ancianos aprende a respetar una diversidad sexual que apenas comprende, y hay de nuevo humor mezclado con una gran melancolía. La directora confronta también al viudo con el hijo emprendedor, con quien rara vez ha comunicado, y que ahora vive en Japón, y le acoge con algo de simpatía y de enfado, y sin mayor entusiasmo. Los apuntes humorísticos de la cinta son efectivos, sobre todo en los terrenos del choque de dos generaciones, de dos estilos de vida, y de dos culturas (la germana y la nipona), pero el impulso se frena lamentablemente cuando Dorrie transforma ese relato en una parábola sentimental y solemne.
A partir de la muerte de la esposa, lo que interesa a Dorrie es mostrar la domesticación afectiva de su protagonista anciano, súbitamente imbuido de sabiduría oriental, asumiendo en vestimenta y entusiasmos la personalidad de su esposa muerta, en un travestismo moral lacrimógeno y poco convincente. El descubrimiento de una nueva vida en Japón, al contacto con una cultura para él extraña, y su relación amistosa con una joven bailarina de butoh, transforman al anciano Rudi en un hombre nuevo, justo cuando sus días están tan drásticamente contados. Su experiencia, señala la directora con una metáfora muy obvia, tiene la fragilidad y duración de los cerezos en flor, aunque es inevitable constatar que esa educación sentimental guarda ya muy poco de la espontaneidad y fuerza de su esposa desaparecida.