Mar de Historias
Los nuevos fantasmas
El autobús salió de la terminal con demora de treinta minutos. Antes de abordarlo mi prima Leonor dijo que no sabía cuándo iba a regresar y prometió mantenerme al tanto de lo que sucediera en San Gabriel.
Gracias a las remesas, el pueblo había tenido diez años de prosperidad. Durante todo ese tiempo en las calles semidesiertas fueron apareciendo casas de dos pisos con molduras de aluminio y barandales llamativos: hileras de cisnes, filas de gnomos, guías de alcatraces y flores de lis. Las más pretenciosas contaban con piscina y chimenea eléctrica en la sala.
En San Gabriel se celebran muchas fiestas a lo largo de todo el año. Los paisanos que emigraron a Estados Unidos regresaban para las más importantes en mayo, septiembre, octubre y diciembre. Sus visitas lograron que el pueblo reviviera y modificara su aspecto.
En derredor del zócalo se abrieron tiendas de artesanías y dos restaurantes mexicanos. En la avenida principal empezó a funcionar un videoclub. Las salas de las antiguas casonas, antes inaccesibles para quienes no fueran los dueños de la tierra, se convirtieron en estéticas y boutiques con toldos verdes sobre sus puertas para darles un aspecto europeizante.
Mi prima no se quedó atrás de aquella efervescencia empresarial. Un día me llamó para decirme que iba a convertir su pequeña huerta en salón de fiestas: lo único que faltaba en San Gabriel para modernizarse del todo. Le aconsejé que lo pensara bien antes de emprender un negocio que, desde mi punto de vista, surgiría destinado al fracaso.
Leonor me pidió que le explicara el motivo de mi temor: “Mira, los que regresan quieren estar en familia y que los festejen en sus casas”. Mi prima combatió mi argumento con una lógica impecable: “Esas fiestas podrán ser muy agradables, pero nunca será lo mismo bailar en una pista que en una casa llena de altares, retratos de muertos y hasta ropa colgada de los clavos. Además nuestra gente vuelve de ciudades importantes como Nueva York y Chicago. Tenemos que ponernos a su altura. ¿Qué te parece llamarlo salón Leo?”
II
Leonor tuvo razón. En poco tiempo su negocio aumentó el número de mesas. Quienes deseaban brindarles una buena recepción a los paisanos tenían que contratar el salón con anterioridad de semanas o meses, previo depósito en efectivo de cincuenta por ciento.
El éxito del salón Leo favoreció a varios comercios que lo abastecían y sacó de la pobreza al maestro Dimas. Tocaba guitarra, piano, salterio y trompeta. Para sostenerse impartía algunas clases de música en su casa y amenizaba fiestas patronales, bodas, bautizos y cumpleaños.
En otra muestra de genio empresarial, Leonor lo contrató para que animara las reuniones en su salón. Dimas quiso ir más lejos: juntó a sus mejores alumnos y formó una orquesta que fue enriqueciendo su repertorio con los ritmos más gustados por los coterráneos que volvían a San Gabriel.
Durante los ensayos la música resonaba en todo el pueblo del viernes al domingo por la noche. Las familias mermadas por la emigración salían a la calle y en su paseo disfrutaban de reguetones, quebraditas, salsas y cumbias. Inundado con el vigor de esos ritmos San Gabriel se convirtió en un lugar moderno y alegre.
III
Tras una o dos semanas los visitantes se iban. Al poco tiempo llegaban otros, de modo que mi prima apenas se daba abasto para hacer composturas y ordenar remodelaciones. La intensa actividad vigorizó a Leonor. Nuestras charlas telefónicas dejaron de girar en torno a sus enfermedades y se concentraron en la prosperidad del pueblo y de su negocio y el proyecto de abrir un salón nuevo.
La audacia de Leonor me impresionaba y me hacía temer lo que pudiera sucederle si los visitantes dejaban de regresar a San Gabriel. De pronto en los periódicos y en la televisión se difundió que muchos emigrantes se abstenían de volver a su tierra por temor a que nuevas reglas, nuevos muros y una más estrecha vigilancia les impidieran el retorno a Estados Unidos.
Leonor estaba segura de que el amor por San Gabriel era más poderoso que todos los obstáculos: nuestros paisanos siempre iban a volver al pueblo en donde habían dejado a sus esposas, a sus padres, a sus abuelos y a sus muertos. En el fondo mi prima acariciaba la esperanza de que la prosperidad de San Gabriel fuera un imán para que los antiguos emigrantes decidieran quedarse en el pueblo e invertir allí sus dólares tan trabajosamente ganados.
IV
Ni Leonor ni nadie pudo imaginar el desastre económico en Estados Unidos y el consecuente desempleo de los mexicanos que se habían ido en busca de fortuna. La primera señal de alarma fue el retraso y la merma de las remesas; el segundo indicio fue la disminución de visitantes. Los negocios empezaron a decaer. En el zócalo y en la avenida principal surgieron brotes de abandono, las boutiques replegaron sus toldos verdes y las artesanías perdieron bajo el sol sus espléndidos colores.
Las familias que durante años habían vivido de los dólares que les enviaban sus parientes tuvieron que reducir sus gastos y buscar trabajo en los pueblos cercanos. Quienes no lo conseguían optaron por irse a la ciudad de México, dejando atrás sus casas con piscina, chimenea eléctrica y balcones provenzales.
Aunque Leonor tuvo que desistir de ampliar su negocio, conservó abierto el salón Leo. A cambio de una reducción en sus salarios, el maestro Dimas continúa ensayando con su orquesta. La música sigue derramándose por las calles del pueblo los fines de semana, pero el vigor de cumbias y salsas no logra devolverle el esplendor a San Gabriel. Sus noches han vuelto a ser oscuras y solitarias.
Todo esto me lo contó Leonor en su reciente visita. Vino a consultar a un médico porque otra vez padece migrañas. Su estancia aquí fue muy breve. Cuando la acompañé a la terminal le pregunté si ha pensado en cerrar el salón Leo. Me dijo que va a mantenerlo abierto. Se justificó diciéndome que un día, tarde o temprano, volverán de visita nuestros paisanos y será necesario darles la bienvenida en toda forma. Sospecho que bajo ese motivo hay otro: Leonor no quiere que el silencio reconvierta a San Gabriel en otro pueblo doblemente fantasma.