Usted está aquí: domingo 16 de noviembre de 2008 Opinión Martín Ramírez, pintor expropiado

Jorge Durand

Martín Ramírez, pintor expropiado

Una de las exposiciones de arte más populares y concurridas durante el año 2007 en la ciudad de Nueva York, fue la de Martín Ramirez (1895-1963). Un trabajador migrante mexicano que pasó la mayor parte de su vida enfermo en un hospital siquiátrico de California, al que no sólo le expropiaron sus pinturas, sino incluso su nacionalidad. Como quiera, es uno de los pocos pintores que ha tenido dos exposiciones personales seguidas, en años consecutivos, en Manhattan.

Esta segunda exposición se debe a uno de esos rarísimos casos en que se descubre un lote de pinturas, más de 100, en un viejo y polvoriento desván en donde habían sido ignoradas por décadas. Sin embargo, es justo señalar que la obra del trabajador migrante y pintor fue expuesta en México en una magna exposición en 1989 en el ahora desaparecido Centro Cultural de Arte Contemporáneo. En la actualidad el catálogo publicado en México es considerado una rareza y objeto de colección, y se cotiza en el mercado de libros usados en más de 300 dólares el ejemplar. Ha pasado lo mismo con su obra, que ha saltado a la fama y el valor de sus pinturas se ha multiplicado por cinco. Sus trabajos pasaron de 20 mil dólares en 1990 a 100 mil en 2008.

El artista jalisciense, hoy considerado como estadunidense en el catálogo de la exposición, nació a fines del siglo pasado en una pequeña ranchería de los Altos de Jalisco. Y como era tradición en la zona, se fue a trabajar al norte. Su destino laboral fue “el traque”, el mantenimiento de las vías del tren. Uno de los trabajos más extenuantes y pesados de los que los migrantes tengan memoria. Su estado de salud era precario, dejó de trabajar y se convirtió en un vagabundo en las calles del centro de Los Ángeles.

En 1929 fue internado en el hospital siquiátrico DeWitt, en Auburn, California, y allí pasó el resto de sus días como enfermo mental, con el diagnóstico de esquizofrénico y autista. Su único entretenimiento era dibujar y para ello utilizó todos los medios a su alcance para conseguir o fabricar papel y hacerse de lápices, crayones y colores. El doctor Tarmo Pasto percibió sus habilidades artísticas y lo apoyó como parte de un programa de terapia artística. Le proporcionó papel y lápices y sobre todo, ordenó a sus enfermeros que lo dejaran en paz y que se preservaran sus pinturas. El Dr. Pasto fue el primero y, hasta hace muy poco, el único coleccionista de Ramírez; fue también el difusor de su obra en distintos congresos siquiátricos y exposiciones. La confianza del Dr. Pasto en la calidad artística de la obra de Ramírez lo llevó incluso a enviar cuatro pinturas al Museo Guggenheim, de Manhattan, donde fueron guardadas en el almacén y redescubiertas milagrosamente en el año 2000. Sin embargo, fue un dealer de Chicago el que compró toda la colección del Dr. Pasto y la introdujo poco a poco en el mercado del arte.

Ramírez fue un dibujante extraordinario y fuera de serie. Pero el que haya estado enfermo en un hospital siquiátrico no significa que pueda comparársele con Van Gogh, como algunos ingenuamente han insinuado. Su fuerza no está en el color, sino en la línea. Su destreza radica en una memoria visual increíble que le permitió dibujar con gran precisión y, al mismo tiempo, con un estilo particular. Con los recursos únicos de la memoria y el recuerdo recreó todo su mundo, donde elementos de gran realismo se ubican en contextos y mundos que podrían calificarse como surrealistas.

La obra de Martín Ramírez tiene la ingenuidad propia del arte popular, pero al mismo tiempo supo crear una estética particular, que retoma los recursos propios de la decoración de la cerámica jalisciense, el horror al vacío típico del barroco mexicano y la explotación de un recurso único en su género, una visión esquizofrénica del mundo. En efecto, la pintura de Ramírez se divide en dos universos marcadamente opuestos: un pasado bucólico, de origen rural y pueblerino, poblado de vírgenes, iglesias, caballos, flores, venados y conejos. Y, por otra parte, el mundo descarnado y obsesivo del trabajo en el norte, donde se repiten hasta el infinito las horas pasadas como trabajador del traque, reparando vías, construyendo túneles, viendo pasar los trenes desde un vagón de ferrocarril que hace las veces de vivienda.

La vuelta de Martín Ramírez al Folk Art Museum de Manhattan, hasta el 12 de abril del año que viene, tiene que ver con la entrada en escena de un segundo coleccionista, el Dr. Max Dunievitz, que fuera director del hospital DeWitt, en los últimos años de vida del pintor. Éste siguió los pasos del Dr. Tarmo Pasto, apoyó a Ramírez con lápices y papel y acaparó su obra. Los numerosos reportajes de la prensa sobre la exposición de Ramírez en 2007 llamaron la atención de los nietos del Dr. Dunievitz, quienes recordaban haber visto en el desván un montón de papeles arrugados que no eran otra cosa que dibujos de Martín Ramírez (120 en total).

Un correo electrónico al museo y el envío de unas fotografías escaneadas, confirmaron la importancia del hallazgo. La obra de Ramírez se había incrementado notablemente, pero en esta ocasión sus familiares, asesorados por un abogado, lograron negociar con los supuestos propietarios y llegaron a un acuerdo judicial. Hoy en día la galería Rico Maresca de la calle 20, en Chelsea, vende las obras de Martín Ramírez a precios que fluctúan entre 70 mil y 300 mil dólares, con algunas excepciones que se acercan al medio millón.

Un buen momento para comprar, por lo menos para que el INBA o el estado de Jalisco adquieran algunas de las obras más representativas de esta segunda fase de Ramírez. Sería una buena manera de reivindicar el origen mexicano y jalisciense de este extraordinario artista, una forma de recuperar la dignidad del trabajador migrante mexicano y, finalmente, una manera de poner de manifiesto lo que pudo aportar al mundo del arte contemporáneo el más humilde y desprotegido de los migrantes.

 
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