■ El Elíxir de amor, de Donizetti, terminó breve temporada a teatro lleno en la UNAM
Las maneras alternativas de hacer ópera favorecen la reaparición del público
■ La problemática de ese género en México no ha sido abordada por los responsables de la debacle
■ Transmitir en tiempo real Dr. Atomic en el Auditorio Nacional, desde NY, despertó el asombro
Ampliar la imagen Una escena del montaje de Dr. Atomic Foto: Ken Howard/ Metropolitan Opera
La transmisión en tiempo real de la temporada operística de una de las mecas del mundo en ese género, el Metropolitan Opera House de Nueva York, coincide con una serie de acontecimientos locales en busca de una salida al estancamiento en que ha incurrido el cultivo de este arte total como lo soñó Wagner, a la triste realidad de México: total, cuál arte.
Entre estos acontecimientos mexicanos destaca el montaje de Operaérea, a cargo de excelentes voces mexicanas en equipo con destacados cultivadores del arte teatral. Causa y efecto: César Piña, el director de este montaje, es a su vez el responsable escénico de Elíxir de amor, la ópera de Donizetti que culminó breve temporada el domingo pasado en el Centro Cultural Universitario a teatro lleno, hecho que no ocurría en México hace buen rato.
El único foro está cerrado
La problemática operística mexicana ha sido abordada desde varios ángulos por sus protagonistas que la padecen, no así por los responsables de la debacle. La existencia de una sola sala de ópera es una de las muchas formas de expresar la situación de crisis. Ahora que ese único foro está cerrado por remozamiento y además sin información responsable hacia los afectados, la situación permite, de manera paradójica, un vuelco insospechado: la función a teatro lleno en el campus universitario es un indicativo.
De manera que los foros, pero sobre todo las maneras alternativas de hacer ópera, parecen favorecer la reaparición del público que siempre ha estado ahí pero no le habían proporcionado las opciones.
Otras formas imaginativas de trabajos operísticos mexicanos van surgiendo. Por lo pronto, las transmisiones en el Auditorio Nacional de la temporada neoyorquina tuvieron su punto máximo de utilidad para el avance posible de la ópera en México con la función del sábado anterior, cuando pudimos ver en tiempo real un montaje fuera de serie de la ópera Dr. Atomic, del compositor estadunidense John Adams, quien apareció al final de la función para agradecer la ovación unánime del público neoyorquino. En el Auditorio Nacional resonaron también los vítores, mientras los rostros reflejaban al mismo tiempo placer estético, asombro, pero sobre todo el proceso de profundas reflexiones.
Ese fue uno de los muchos valores formidables del montaje neoyorquino que disfrutamos en México: la recuperación para la ópera de esa potencia del arte; despertar el asombro al mismo tiempo que la capacidad reflexiva, procurar el avance de la sociedad, proponer alimento para las neuronas, estímulo al intelecto, placer al mismo tiempo que progreso.
A diferencia del promedio común de los argumentos operísticos, tan detenidos en el tiempo y con reproducciones que rayan en el más sabroso absurdo (por ejemplo un botón: el milico gringo que se enamora de una quinceañera geisha japonesa, representados en escena él por un panzón pero de apellido italiano y ella una señora entrada en carnes y años pero con voz de gorgorito), la ópera de John Adams se ocupa de asuntos que conciernen, o deberían concernir, a la sociedad para que avance.
En el caso de Dr. Atomic va más allá del conflicto ético del uso del avance científico para matar personas, para ubicarse en un territorio más profundo aún: el concepto de la culpa cultural, esa suerte de pecado original que acusan las generaciones que no habían nacido en las épocas crueles del entresiglo pasado.
El final, por ejemplo: la escena detenida, el movimiento congelado, las voces de los cantantes de ópera retumbando en la conciencia mientras en off se escucha una voz femenina japonesa, delatando el crimen de una nación autoritaria contra otra indefensa. El público operístico tradicional se había acostumbrado a finales incluso grotescos: las sopranos y los tenores agonizan pero eso sí, sus voces suenan como si fueran los muertos más sanos, en pleno do de pechito.
Cine en vivo
Otro entre los muchos aciertos: asistimos al nacimiento de un género nuevo: el “cine en vivo”, que es como nombran en los créditos finales de la transmisión (cinema alive) al trabajo fabuloso de la directora de escena, Penny Woolcock, con una trayectoria fílmica muy reconocida y además autora de la filmación en dvd de una ópera anterior de John Adams: La muerte de Klinghofer (2003). Los emplazamientos de cámara cortan el aliento, hay planos secuencias escalofriantes, una serie incesante de big close ups que resaltan, además, el trabajo actoral extraordinario de Gerald Finley, quien canta el papel protagónico en Dr. Atomic.
En una parte del extraordinario libreto de Peter Sellars, quien es a su vez una de las personalidades máximas de la nueva escena operística mundial, hay una suerte de ironía documental que espejea el efecto y lo multiplica: un grupo de científicos rebeldes con el sistema imperialista yanqui organiza una reunión clandestina para discutir el siguiente tema: “El impacto del gadget en la sociedad”.
Hoy que vivimos la era del gadget (el aipod, el ifon y el resto de los dispositivos móviles), vivimos su impacto y está por llegar todavía la reflexión, por ejemplo el efecto positivo de las transmisiones en tiempo real de la ópera que se hace en “el primer mundo”.
Posibilita, entre otras cosas, que la moda de ver el futbol en una cantina cambie a disfrutar ópera en un sitio más confortable aún.
Con lo cual queda científicamente comprobado el siguiente axioma: La donna no es móbile. La dona es la rosquilla para Homero Simpson. El gadget, ese sí que es móvil.