Dilema presidencial
En enero de 2008, al regresar de vacaciones de fin de año, me encontré con una carta fechada el día de mi cumpleaños, que coincide con las fiestas decembrinas. El texto, escueto, educado, esmeradamente correcto, decía: “apreciable señor Camil, permítame felicitarle y enviarle un caluroso abrazo con motivo de su cumpleaños. Hago votos por su ventura personal y la de los suyos”. Se entregó en mi despacho por mensajero y la recibió mi secretaria; venía en papel con membrete de la Oficina de la Presidencia y estaba firmada por el licenciado Juan Camilo Mouriño Terrazo, jefe de la Oficina de la Presidencia. Las especulaciones entre familiares y amigos no se hicieron esperar: no conocía al licenciado Mouriño, ni tenía nexos con la administración del presidente Calderón; jamás visité a quien poco después sería un joven ministro, y nunca fui miembro de comisión alguna, empresa, organismo o grupo de interés que tuviera asuntos con el secretario de Gobernación.
La fecha de mi cumpleaños, motivo aparente de la carta, no presentaba problema alguno para quien tenía el poder de la presidencia; bastaba con solicitar mi registro federal de causantes. No existía motivo para sospechar que la amable carta de Juan Camilo Mouriño pudiera constituir una deleznable advertencia o amenaza velada. Es constructor de puentes, me aseguraban sus amigos. Su conducta comedida con propios y extraños, y su joven carrera de político moderno, garantizaban que no era de quienes golpean por la espalda. El motivo pudo ser mi crítica severa y constante del ex presidente Fox, especialmente cuando su protagonismo amenazó convertirlo en un estorbo para la actual administración. Porque en el caso de Felipe Calderón mis artículos en La Jornada y mis conclusiones sobre las elecciones de 2006 habían llevado siempre un sello de objetividad. (Creo, firmemente, que el análisis político repleto de invectivas, e influenciado por impetuosas convicciones ideológicas, pertenece al mundo de la política, y no del periodismo.)
Acepté finalmente que la carta podría ser un puente para quien escribiendo desde un diario de oposición evitaba la rudeza innecesaria; nunca lo cruzamos. Su actitud, siempre en busca de consensos, fortalecía esa conclusión. Así que noblesse oblige, y en el espíritu del Año Nuevo decidí contestarle deseándole “un año lleno de bienestar familiar y éxitos profesionales”. En corto plazo se cumplió mi segundo deseo, porque poco después de recibir mi carta fue designado secretario de Gobernación. Pero mi primer deseo, el bienestar de su familia, habría de ser interrumpido fatalmente meses después por el evento que le quitó la vida y dejó consternados al país y al Presidente de la República, su amigo entrañable.
La muerte del licenciado Mouriño, jefe de gabinete y heredero aparente del Presidente, ocurrió en un momento en que la llamada “guerra contra el crimen organizado” había llegado a su clímax. ¿Cómo no pensar en un atentado para retar al poder presidencial? No podían descartarse daños al mecanismo del avión, o una bomba activada por altímetro o presión barométrica. Para descartar esa hipótesis, y en beneficio de su propia seguridad, el Presidente estaba obligado a solicitar la ayuda de la a Junta Nacional de Seguridad del Transporte (NTSB, por sus siglas en inglés), que desde 1962 ha investigado 140 mil accidentes aéreos.
La decisión indicaba el firme deseo de conocer la verdad. Pero una vez conocida surgirá el dilema de revelarla, o guardarla como secreto de Estado. ¿Cómo reconocer frente a los mexicanos, si el trágico incidente fue un acto intencional, que el crimen organizado ha adquirido la fuerza necesaria para infiltrar al gobierno y retar al Presidente? ¿Cómo admitir un golpe maestro que pudo tener en número de víctimas efectos tan graves como los del 11 de septiembre de 2001? ¿Cómo reconocer que la administración es incapaz de proteger al jefe de gabinete, que era también el más cercano amigo del Presidente? ¿Qué podríamos esperar los demás?
La solución del dilema presidencial tiene consideraciones políticas importantes de cara a los comicios de 2009; un momento en que electores y analistas revisarán el desempeño presidencial e iniciarán la evaluación de los posibles sucesores. El lenguaje corporal del Presidente, hoy comedido y austero, reveló en las primeras horas una comprensible rabia soterrada. Fue muy revelador que en el hangar presidencial evitara la palabra “accidente” e invitara a sus colaboradores a “trabajar unidos y no doblegarse”.
¿Se refería a la lucha sin cuartel que está definiendo a su gobierno? La participación de la NTSB es la mejor garantía para conocer la verdad. Pero en pesquisas internacionales ésta cede el control de la investigación al país anfitrión, cuando éste, como es el caso de México, pertenece a la Organización de la Aviación Civil Internacional.
Hoy, la NTSB no ha subido aún a su bitácora en Internet, como acostumbra, los datos preliminares del percance de Juan Camilo Mouriño. No obstante, Tony Garza, eterno entrometido, con eficiencia digna de Vicente Fox, resolvió el dilema en 15 minutos: ¡Accidente!