Usted está aquí: miércoles 12 de noviembre de 2008 Opinión DF

Arnoldo Kraus

DF

En ocasiones, las horas de vida que uno tira al cesto de basura mientras circula por las intransitables avenidas del Distrito Federal sirven para reflexionar. Cuando no se reflexiona es porque el conductor siente miedo, ya sea porque considera que puede ser víctima de un asalto o porque observa policías.

Es mucho el tiempo que se desperdicia en las calles y poca la esperanza de que el panorama mejore. El peso de elementos negativos es mayor que el de la fe –aunque sea ciega. En el DF de hoy sucede lo mismo que con los enfermos crónicos: poco o nada se puede cambiar. Mañana viviremos lo que les pasa a los enfermos terminales: hágase lo que se haga fallecerán. No soy apocalíptico, soy realista. La realidad de nuestra ciudad infecta la voluntad y enturbia la esperanza. Ciudad terminal no es el nombre de una novela. Es la pronta realidad de nuestra querida capital.

Uno se pregunta, mientras circula por la ciudad, muchas cosas que parecen cosas, pero que no son cosas: es eso que pomposamente se denomina calidad de vida, idea que nunca he comprendido pero que suele ser, en todo el mundo, objeto de encuestas y orgullo de partidos políticos. Calidad, a un kilómetro de Los Pinos, puede querer decir comer dos veces al día. Vida, a otro kilómetro de la misma residencia, significa que hoy todos los familiares llegaron a casa sin ser asaltados ni violados. Calidad de vida: ¿la de quién?, ¿comparada con la de quién?

En contra de lo que se piensa, la calidad de vida debe contrastar lo que probablemente sucederá en el futuro en contraposición a lo que pasa en el presente, y no, como suele hacerse, comparando lo que hoy pasa contra lo que sucedía en el pasado. En nuestro país, hoy, “buena” calidad de vida significa llegar al trabajo en 40 minutos cuando antes el mismo tramo se hacía en 20 minutos, porque mañana se llegará en una hora y pasado mañana será suficiente haber llegado.

Pregunta recurrente, para quienes tenemos la suerte de transportarnos en automóvil, es dirimir si las obras viales que hoy se construyen por toda la ciudad y que contribuyen al caos automovilístico servirán o serán perjudiciales. Si sirven, ¡enhorabuena!, si no sirven, ¡qué horror! La construcción de las obras plantea dos hipótesis y dos consuelos. Nunca sabremos si las vialidades fueron o no eficaces, porque, mientras se terminan, circulan más coches que atiborrarán las nuevas obras e impedirán realizar comparaciones adecuadas (esta idea representa un modelo científico antiquísimo: no se pueden comparar dos realidades diferentes). El segundo consuelo consuela porque las obras ofrecieron empleo a muchos trabajadores –quizás por eso nunca acaban en el tiempo previsto–, dinero a quienes lo edificaron –quizás, ahora sí, por eso nunca acaban en el tiempo previsto– y, seguramente, a algunos políticos que laboran, codo a codo, con los contratantes (esta idea es una realidad mexicana antiquísima y modernísma que busca un modelo no mexicano que la compruebe).

La cuestión más compleja versa sobre las expectativas del futuro de la ciudad y la responsabilidad de los convoz por el destino de nuestra casa. Que hoy funcione la ciudad, aunque sea con incontables dificultades, conjunta la labor de los funcionarios de la ciudad y una inmensa dosis de milagro. La inquietud radica en saber cuánto tiempo más aguantará en esas condiciones nuestro hábitat antes de que se convierta en ciudad terminal.

Me imagino que los funcionarios –término risible y cuestionable– de la capital tienen esperanzas. Por eso aceptan su empleo, por eso cobran y por lo mismo siguen permitiendo que la ciudad se expanda ilimitadamente. Deseo que su visión sea adecuada. Lamentablemente no la comparto. Problemas graves requieren soluciones drásticas. Desde hace mucho tiempo se debería haber detenido el crecimiento de la mancha urbana. Ignoro cuando será, pero la ciudad tiene el riesgo de asfixiarse. Escasez de agua, contaminación, trafico, violencia en aumento, basura que en algunas zonas inunda las calles, ausencia de áreas verdes, falta de empleo y… 20 millones de personas. Ignoro, mea culpa, cómo detener el crecimiento de la ciudad, pero los jerarcas de la ciudad tienen que saberlo.

Si mi escepticismo en cuanto al diagnóstico ciudad terminal es equivocado, los rectores del DF deberían demostrarlo. Por eso se les paga. No creo que ninguna de las sociedades que viven en el DF vivan hoy mejor que ayer. Ni los ricos, ni los pobres. Desde hace algunos años las calles de nuestra ciudad son inhóspitas. Hoy son más inseguras y agresivas que ayer. Ignoro cómo mejorar la situación del DF, pero quienes lo gobiernan tienen la obligación de demostrarlo. Por eso se les paga.

 
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