Usted está aquí: miércoles 12 de noviembre de 2008 Opinión Rómulo Betancourt (1908-2008)

José Steinsleger

Rómulo Betancourt (1908-2008)

El olimpo del socialismo liberal latinoamericano dejó huellas más o menos indelebles en su época: Víctor Raúl Haya de la Torre (Perú, 1895-1979), Juan José Arévalo (Guatemala, 1904-90), José Figueres (Costa Rica, 1906-90), Juan Bosch (República Dominicana, 1909-2001) y el venezolano Rómulo Betancourt.

Todos supieron de cárceles y exilios. Arévalo (1945) y Betancourt (1959) llegaron a la presidencia en comicios limpios; Figueres, por vía armada (1948), y Bosch (el más lúcido del quinteto) fue elegido democráticamente (1961), pero dos años después lo derrocó un golpe militar. Haya de la Torre nunca ejerció el poder.

Escritores prolíficos, algunos de sus libros hicieron historia: El antiimperialismo y la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA, Haya de la Torre, 1936); Fábula del tiburón y las sardinas (Arévalo, 1961); De Cristóbal Colón a Fidel Castro y Pentagonismo: sustituto del imperialismo (Bosch, 1970 y 1973).

Figueres y Betancourt acabaron como adalides de la Alianza para el Progreso (1961), aquel engendro de Washington con dedicatoria a la revolución cubana. No sorprende, por tanto, que Enrique Krauze se conduela de que el natalicio centenario del venezolano haya pasado “casi desapercibido” (“Lecciones venezolanas”, Reforma, 2/11/08).

Conocedor del mercado cultural, Krauze mata tres pájaros de un tiro: exalta el perfil político de una momia más antigua que las de Guanajuato, anuncia la aparición de su próximo libro (“… dedicado a Hugo Chávez”), y nos advierte que el “tirano de Venezuela” tendría un clon en México. ¿Quién será?

Krauze insinúa que el “triunfo de la antipolítica en Venezuela” (sic) sería causa del olvido de personajes como Betancourt. Más aún, critica “los intereses de corto plazo” de los empresarios venezolanos y nos dice que la legitimidad de Chávez habría sido reforzada por la exitosa telenovela Por estas calles, que en 1992 (año del levantamiento de Chávez) narró la historia de un gendarme que “… asqueado de la política y los políticos decide tomar la justicia en propia mano”.

Algo de razón, le va. Por aquellos años, la única felicidad del pueblo venezolano era ver telenovelas, en tanto los sectores sociales gordos de recursos y flacos de ideas leían de vez en cuando interpretaciones dulzonas de su historia, como las que el “maestro” escribe en México.

¿No recrean las páginas de Krauze un clima similar al de los hipnóticos óleos de Jesús Helguera, el pintor chihuahuense que trabajaba por encargo de la fábrica de cigarros La Moderna? Diga si Esperanza campesina, La leyenda de los volcanes, Centinelas de la patria y, por sobre todo, Caballero águila, no armonizan con las ideas del intelectual menos estresado del Anáhuac.

En Venezuela, estima Krauze, la “miopía” de los empresarios habría liquidado el espíritu democrático del famoso pacto del Punto Fijo (1957), suscrito en Nueva York por Betancourt (Acción Democrática, AD), el democristiano Rafael Caldera (Comisión Política Electoral Independiente, COPEI) y Jovito Villalba (Unión Republicana Democrática).

Aquel pacto se propuso terminar con el régimen militar de Marcos Pérez Jiménez (1952-58). Sin embargo, antes de que el pueblo lo conociera, el puntofijismo recibió el visto bueno del Departamento de Estado, la Central de Inteligencia Americana (CIA) y la Fundación de Nelson Rockefeller, magnate a quien don Rómulo llamaba cariñosamente “mister Rocke”.

Calificando el periodo puntofijista (1959-1993) de “… insólita convivencia política” y “… progreso social indiscutible” (sic, íd.), Krauze asegura que el pacto “… anticipó por casi 20 años al de la Moncloa y 42 años de la transición mexicana”. Algo que su admirado Karl Popper objetaría, diciendo que la falsabilidad corre el riesgo de la refutación empírica.

En febrero de 1963, en gira presidencial, “el demócrata más notable de la historia latinoamericana” (sic) llegó a Puerto Rico y allí, devolviendo las lisonjas del gobernador colonial Luis Muñoz Marín, manifestó: “He dicho siempre que pocos hombres públicos han luchado con más agónica devoción por su pueblo, por la independencia, por la democracia…”, etcétera.

A eso se le llamó Doctrina Betancourt, versión actualizada de la Monroe. “Por donde iba –escribe el sociólogo D. F. Maza Zavala– Betancourt se presentaba como el anti-Fidel Castro, el campeón del anticomunismo en nombre de la democracia”. Y cuando murió (1981), Ronald Reagan habló del “patriota venezolano” que “luchó contra dictadores de izquierda y derecha…”

Para otra ocasión dejaremos la historia de los torturados y asesinados por el ex presidente Carlos Andrés Pérez, cuando era ministro del Interior de Betancourt. Por ahora, digamos que el “suicidio” (sic) de la democracia venezolana podría corresponderse con el comentario de Rafael Caldera luego de la masacre del pueblo de Caracas: “No se le puede pedir al pueblo que defienda la democracia, cuando tiene hambre” (1989).

Tragedias que hombres serenos como el doctor Krauze admiten, pero implícitamente justifican como resultado del “libre mercado” y el costo de una economía global en expansión.

 
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