Editorial
Derechos humanos: deterioro sostenido
En vísperas de la evaluación que anualmente realiza la Organización de Naciones Unidas en materia de vigencia de derechos humanos en el mundo, el panorama mexicano en este ámbito es angustioso y exasperante. De acuerdo con un informe dado a conocer por la red Todos los Derechos para Todas y Todos (Red TDT), las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, la tortura, la falta de vigencia de derechos sociales, económicos y culturales, la persistencia de la impunidad y los ataques a la libertad de expresión siguen siendo una realidad cotidiana y lacerante.
Uno de los aspectos más alarmantes en este entorno de falta de respeto al estado de derecho, por parte de quienes debieran hacerlo cumplir, es la cada vez más frecuente y extendida criminalización de la protesta social. El más reciente episodio de este desvío del poder público –en el que concurren autoridades federales, estatales y municipales– tuvo lugar, cabe recordarlo, el mes pasado, durante la represión contra los maestros disidentes, cuando policías federales y estatales incurrieron presuntamente en detenciones arbitrarias, tortura y privación ilegal de la libertad, entre otros ilícitos.
El gobierno calderonista, incapacitado para brindar seguridad pública y para garantizar el derecho a la vida de los ciudadanos, ha recurrido a una militarización sin precedente de las tareas policiales y ha actuado con indebida tolerancia ante los atropellos que las fuerzas castrenses y las policiales cometen contra los civiles en el contexto de un pretendido combate a la criminalidad, que no ha contribuido a reducirla en forma significativa, pero sí ha provocado un incremento a las violaciones de los derechos humanos, y que es visto por numerosos sectores como un operativo cuyo propósito real es intimidar a las legítimas expresiones de descontento político y social. Es decir, lejos de fortalecerse la legalidad, debilitan uno de sus aspectos fundamentales: la observancia por las autoridades de las garantías y las libertades individuales y sociales.
El embate contra los derechos humanos en el México actual tiene entre sus componentes principales la mentalidad autoritaria del grupo gobernante y su doble rasero característico: hay disposición para investigar y sancionar la tortura cuando quienes la practican son secuestradores, pero no cuando la practican policías, y se condena la violación y otros delitos sexuales siempre que sus autores materiales no sean integrantes de las fuerzas del orden.
Por otra parte, las autoridades nacionales no han sido inmunes a la devastadora tendencia regresiva en materia de derechos humanos impuesta por la administración de George W. Bush en el mundo, en el contexto de su supuesta “guerra contra el terrorismo”: para la Casa Blanca, cualquier atrocidad está justificada si se comete contra individuos a los que el propio gobierno estadunidense ha considerado sospechosos de pertenecer a organizaciones terroristas, y con el pretexto de combatirlas el Poder Ejecutivo de la nación vecina ha emprendido una gravísima reducción de las libertades civiles y las garantías individuales. Otro tanto ha hecho en México el gobierno federal, con el argumento de que el marco legal concedía ventajas a los delincuentes.
Más allá de las motivaciones, el hecho es que, con su desdén selectivo ante los ordenamientos jurídicos, el grupo gobernante, lejos de presentar una imagen de autoridad y apego a la ley, acrecienta el déficit de legitimidad que lo afecta de origen. Hasta por consideraciones políticas elementales, por no hablar de las éticas y de las legales, a la actual administración le es necesario emprender en este terreno, como en otros, un viraje inequívoco, a fin de empezar a remontar la catástrofe de derechos humanos en que se encuentra el país tras ocho años de presidencias panistas.