Usted está aquí: lunes 10 de noviembre de 2008 Opinión La Muestra

La Muestra

Carlos Bonfil
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■ El latido del tambor

Ampliar la imagen Fotograma de la cinta de Kenneth Bi, que se proyecta este lunes en la Cineteca Nacional Fotograma de la cinta de Kenneth Bi, que se proyecta este lunes en la Cineteca Nacional

Educación espiritual de un gángster joven. Cuando el impetuoso Sid (Jaycee Chan, hijo del popular actor Jackie Chan) es descubierto in fraganti teniendo relaciones íntimas con la esposa de Stephen Ma (Kenneth Tsang), jefe de una mafia de Hong Kong, el joven, hijo de Kwan (Tony Leung Ka Fai), mafioso de una banda rival, complica su situación al insultar al jerarca frente a sus subalternos. El agravio es tan fuerte que Ma exige del padre del joven, a manera de reparación ejemplar, las manos cercenadas de Sid. Esta situación de una deuda de honor pagadera en forma sanguinaria es la base de la trama de El latido del tambor (Zhang.gu –literalmente Guerra.tambores), del realizador Kenneth Bi (Rapsodia del arroz, 2004).

Lo que desde un inicio parece fincarse en las convenciones de un género establecido, el cine de gángsters made in Hong Kong, muy pronto se encamina hacia una dirección opuesta: un itinerario espiritual marcado por el obligado destierro de Sid a Taiwán. Refugiado en las montañas, al abrigo de la venganza del capo, el joven fanfarrón entra accidentalmente en contacto con un grupo de músicos ambulantes, expertos en artes marciales, que combinan percusiones zen y ritmos de tambores.

La revelación es inmediata: Sid convence a los maestros de esta compañía (en realidad el llamado Teatro U) de aceptarlo como alumno, demostrando de entrada sus estupendas dotes de baterista. Lo que sigue es una mezcla de drama y comedia que incluye la lenta domesticación del joven rebelde, con el doble propósito de enseñarle la humildad y de paso nivelar el rendimiento del grupo.

En poco tiempo el desarrollo de la trama se vuelve totalmente previsible, y la metáfora central, que el título en español condensa, no resulta muy imaginativa: el sonido de los tambores remite al ritmo vital de los latidos del corazón. De modo explícito la cinta alude a lo que una futura madre escucha desde el interior de su vientre, un ritmo que a lo largo de la existencia puede alcanzar sonoridades tan expresivas como las que aprende a dominar el discípulo Sid, antiguo gángster convertido a la filosofía zen.

Evidentemente no es necesario simpatizar con el mensaje espiritual para apreciar las cualidades estéticas de la cinta. La banda sonora de André Matthias es notable, como también la fotografía de Sam Koa. Hay chispazos humorísticos como el fatigoso trabajo de reducir el nivel de testosterona del protagonista –haciéndole transportar inútilmente kilos de piedras en un saco– hasta lograr el perfil de un hombre simpático y sensible. La secuencia final con el Teatro U y su notable concierto de tambores en algo compensa la banalidad de la trama.

 
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