Mar de Historias
El robo del tiempo
En este edificio hay muchas dependencias de gobierno. Además de quienes trabajamos aquí, a diario se presentan cientos de personas que solicitan o reclaman algo. Muchas proceden del interior de la República, pero la mayoría viene de los municipios cercanos y las delegaciones. Unas y otras se mantienen con la mirada fija en la puerta que esperan abrir para exponerle su problema al funcionario en turno y obtener de él una solución.
Por exigencias de mi trabajo tengo que ir de una oficina a otra. Me siento conmovida cuando atravieso por los corredores y veo la actitud con que los solicitantes protegen documentos originales y decenas de copias fotostáticas plagadas de firmas ilegibles y huellas digitales. Me imagino que en las casas de los demandantes toda esa papelería tiene reservado un sitio especial fuera del alcance de los niños, una especie de altar erigido a la esperanza. ¿Nunca se les acaba y se les vuelve rabia?
A varias de las personas que visitan este edificio las he visto desde hace mucho tiempo. Las que dejaron de venir fue por enfermedad o fallecimiento, pero enseguida ocuparon su lugar en las antesalas los cónyuges, hermanos, hijos, tíos que recibieron como herencia expedientes fechados hace dos, cinco, diez años o más.
Es obvio que durante todo ese tiempo se fueron agravando los problemas que los impulsaron a venir aquí a costa de alterar su vida cotidiana, sus hábitos, la convivencia con los vecinos y hasta con su familia. De esto me hablan las mujeres cuando me encuentran desocupada. Algunas me muestran los retratos de sus hijos adolescentes y me dicen que cuando empezaron a frecuentar nuestras oficinas ellos eran apenas unos niñitos.
II
Entre todos los solicitantes hubo una muy singular. Cada vez que se nos presentaba venía directo a mi escritorio para mostrarme su credencial de elector: Calvillo Alzate Martina. Insistía en que ese era su nombre de soltera, pero que desde el 99, año en que murió su esposo, firmaba como Martina Alzate viuda de Márquez. Me hacía la salvedad para asegurarse de que ese cambio no le impediría obtener las indemnizaciones de que, a su juicio, era merecedora.
Tuve la impresión de que Martina llevaba siempre el mismo vestido incoloro y limpísimo. Puede que así haya sido y que lo eligiera para estar cómoda durante las prolongadas horas de antesala. Desde su asiento, con la ficha en la mano, vigilaba los números que iban cambiando en los monitores. En el momento de aparecer el suyo lo gritaba como si estuviera cantando la lotería.
Antes de que tengan contacto con el público nuestros auxiliares reciben un curso de capacitación. Los adiestran para comprender a solicitantes recelosos, poco o nada familiarizados con asuntos legales. Ese desconocimiento es causa de que las entrevistas se prolonguen de quince a treinta minutos.
Martina llegó a tomarse hasta una hora. Y no es porque ella se confundiera con los términos empleados por el auxiliar que la atendía, sino porque ellos eran incapaces de comprenderla aunque siempre fuese muy clara. Eso nos constaba a todos porque Martina hacía sus planteamientos en voz muy alta, como toda persona que va perdiendo el oído.
Cuando empezó a percibir esa disminución vino a presentar una denuncia en contra del Buró de Control de Ruidos. Nunca antes se le había dado curso a un asunto de esa índole. Al licenciado Alanís, experto en lanzamientos y cobros, no podía caberle en la cabeza que alguien hubiera hecho antesala durante más de cuatro horas sólo para protestar contra el estruendo y exigir una indemnización por daños físicos y morales.
Mucho antes de que obtuviera respuesta, Martina agregó una segunda denuncia: consideraba que sus derechos humanos habían sido atropellados por las autoridades que ordenaron la tala inmoderada en el jardín Buenaventura. Bajo sus árboles ella y sus hermanos, ya todos fallecidos, habían pasado horas felices de su infancia.
En un momento de su exposición Martina habló a nombre de cientos de personas que al encontrar los prados desnudos habrían tenido la sospecha, al igual que ella, de que su jardín pronto iba a ser sacrificado para cederle terreno a una tienda de autoservicio, una agencia de automóviles o un estacionamiento.
Su emotividad acabó de exasperar al licenciado Alanís: abandonó la oficina, subió a la de nuestro director general y le suplicó que lo relevara de atender a una loca de remate. Imposible definir con otros términos a quien lo había atosigado quejándose de cosas tan ineludibles como el ruido, que ella consideraba ensordecedor, y la tala, que veía como un acto violatorio y salvaje.
Nuestro director general encontró más que justificadas las protestas del licenciado Alanís. Por el sistema de intercomunicación me pidió que le diera a “la quejosa” una cita para la mañana siguiente. Martina llegó puntual, optimista ante la perspectiva de plantearle sus demandas a quien tenía en la mano la posibilidad de gestionarle sus indemnizaciones.
La entrevista duró escasos cinco minutos. Al salir Martina se acercó a mi escritorio, rompió los papeles en donde había descrito sus casos y me dijo: “Se ve que su director general se quemó las pestañas estudiando porque en su oficina hay muchos diplomas y reconocimientos. Dice que el ruido es inevitable en una ciudad tan grande como ésta y que hasta la fecha nadie ha protestado por eso. Tampoco han venido a molestarlo sólo porque un botánico ordenó el desmoche de árboles que, desde su punto de vista, están enfermos”.
No sé qué estudios habrá tenido Martina, pero sus inconformidades y sospechas resultaron justificadas. Sabemos que el ruido nos está ensordeciendo al grado de imposibilitarnos para oír una voz en tono normal, el canto de los pájaros o el rumor del agua. A todos nos consta que sobre los terrenos del antiguo jardín Buenaventura se construyó una agencia de automóviles. Cada vez que la veo siento que bajo su moderna estructura se asfixian bellos recuerdos de infancia.
III
Pensé que nunca más vería a Martina. Para mi sorpresa, ayer se presentó con su vestido incoloro, limpísimo, y dos legajos de papeles: en el primero estaban escritos los nombres y las firmas de otras personas que se agregaban a su denuncia. En cada página del segundo legajo había sumas y restas elementales.
Pude verlas cuando Martina, como de costumbre, se acercó a mi escritorio para mostrarme su credencial y explicarme que estaba dispuesta a hacer antesala el tiempo que fuese necesario hasta que nuestro nuevo director general la recibiera. En esta ocasión quería exponerle sus quejas contra el Departamento de Transportaciones y Vialidades.
La vi tan decidida a cumplir su amenaza que llamé a mi jefe para ponerlo al tanto de la situación. Él me ordenó que le pidiera a Martina informes concretos y si consideraba justificada su denuncia le agendara una cita para dentro de dos o tres semanas.
Me llevé a Martina a un privado y le pedí que me explicara el motivo de su inconformidad. Conociéndola me imaginé que iba a quejarse del servicio y de los nuevos aumentos en tres rutas de microbuses. No fue así. Martina había venido a solicitar, a nombre suyo y de cientos de vecinos, una indemnización por robo.
No me extrañó. Los asaltos en el transporte público están a la orden del día. Le pedí que me especificara en qué ruta, a qué horas y de qué monto había sido el hurto. Me dijo que era imposible responderme en esos términos, ya que el robo a que se refería era incuantificable. Me declaré otra vez incapaz de entenderla y ella me contestó con franca irritación: “Es natural que no me comprenda. Usted es de las personas para quienes lo único digno de rescatar es lo material. Pero yo le estoy hablando de algo mucho más valioso: el tiempo”.
Extendió las hojas que integraban el segundo legajo y pasó el índice por las columnas de números: “Estas cifras corresponden a las horas que otras personas y yo hemos perdido sólo esta semana por causa de los embotellamientos, las rutas cambiadas, los semáforos descompuestos, los baches, las zanjas y la infinidad de remodelaciones”.
Al fin empezaba a entender. Ante mi silencio Martina me hizo una pregunta que exigía respuesta inmediata: “A usted ¿cuántas horas de vida le robaron en los últimos días?” Como en una pesadilla me recordé angustiadísima en mi automóvil, rodeada por miles de coches y camiones que a punta de claxonazos trataban de avanzar por calles, avenidas y vías rápidas paralizadas.
Me sentí despojada y, peor aún, en peligro de seguir siéndolo mientras la ciudad que se hace y se deshace a toda hora va cediendo los espacios de convivencia a las máquinas. Tuve la tentación de sumar mi nombre a los cientos de firmantes que, a través de Martina, habían denunciado el más salvaje e irreparable de los hurtos: el robo del tiempo.