Usted está aquí: domingo 9 de noviembre de 2008 Opinión No es tiempo de ilusos

Guillermo Almeyra

No es tiempo de ilusos

Por supuesto, hay motivos para estar alegres por la derrota de McCain, pero no para tener ilusiones y creer ingenuamente que el cambio en Estados Unidos depende de la figura de Barack Obama. Éste es un hombre del establishment y se apoya en uno de los dos pilares políticos del mismo, el Partido Demócrata, cuyos hombres “progresistas” (Roosevelt, Kennedy, Carter, Clinton) jamás dejaron de servir concienzudamente al imperialismo de su país. Lo importante en el triunfo aplastador de Obama es la incorporación a la política y los comienzos de movilización de cientos de miles de personas jóvenes y pertenecientes a los sectores más explotados y oprimidos (negros, latinos, mujeres, trabajadores jóvenes precarios). Estos sectores no creyeron en la defensa del “sueño” estadunidense, sino que lo rechazaron pidiendo un cambio.

Además, el casi desconocido Obama llegó al gobierno surfeando sobre la ola de la larga crisis económica, social, cultural y, en parte, de dominación que levantó a los Evo, a los Lugo, a los Correa; resucitó al desprestigiado Ortega y llevará al gobierno a la izquierda salvadoreña. Ese proceso poderoso y profundo llevó a la creación de un bloque social inestable entre, por un lado, gran parte de los capitalistas estadunidenses y de sus medios de información, afectados y aterrorizados por la política de Bush y, por otro lado, los intelectuales y artistas liberales (en el sentido USA, democrático, de la palabra) y los sectores más jóvenes y pobres de los trabajadores.

Los primeros, junto con el Partido Demócrata, presionarán a Obama –que es un hombre de ellos– para que mantenga la política imperialista en Asia, frente a Rusia con la OTAN, como arma en América Latina y buscarán que dé prioridad en casa a las políticas de salvación de los bancos y de las grandes empresas a costa, por supuesto, de la población trabajadora. Para ellos, como en el Titanic, en los botes sólo habría lugar para los de primera clase. Pero los segundos, en cambio, están empezando a moverse y organizarse motivados por el odio a la concentración de la riqueza, a la inhumanidad del capitalismo que les roba las casas y les quita el trabajo y los ahorros, y también, aunque todavía en mucho menor medida, por el repudio a la política de la guerra preventiva permanente que deben pagar con muertos, fondos cada vez más cuantiosos y con la reducción de los derechos democráticos tipo Ley Patriota. Estos sectores jóvenes, esos voluntarios que se organizaron para poner en la presidencia a un negro y elegir representantes demócratas, no se desmovilizarán tan fácilmente y exigirán ver un cambio social.

¿Cuál cambio puede hacer Obama? No el que hizo Franklin D. Roosevelt. La ocupación de las fábricas de autos por los trabajadores, en un mundo marcado todavía por la lucha entre capitalismo y comunismo, asustó entonces lo suficiente a los industriales y dio margen de maniobra a las políticas keynesianas. Pero Estados Unidos era en los años treinta sólo una potencia regional, no el centro del capitalismo y del imperialismo a escala mundial, y no tenía gastos militares ni ejército permanente (Roosevelt fundó el “complejo militar industrial”). Tampoco puede hacer las políticas de Clinton aunque saque de la naftalina a algunos expertos de éste.

Estados Unidos depende hoy de China, que con el Pacto de Shangai se apoya en Rusia. Clinton gobernaba entonces el país indiscutiblemente hegemónico y lo hacía en tiempos “normales” del capitalismo, marcados por convulsiones relativamente tolerables. Obama será el timonel de un barco que hace agua por todos lados y que enfrenta ahora el mayor tsunami financiero en toda la historia, y deberá enfrentar en el futuro próximo una enorme crisis industrial, de superproducción, subconsumo, desempleo masivo. Por tanto, sus opciones consisten en correr hacia adelante como un Bush cualquiera, empantanando más a su país en Afganistán y Pakistán y amenazando a Irán (como prometió durante su campaña) o, por el contrario, en aflojar esa política brutal, cara y suicida en el campo internacional, y concentrarse en defender el mercado interno antes de que se deteriore más (lo cual, dicho sea de paso, le permitiría contar con el apoyo chino, pues Pekín no quiere perder ni el dinero que Estados Unidos le debe, ni sus inversiones en Yanquilandia, ni sus exportaciones a ésta).

Obama podría, por tanto, dar seguro social a todos, disminuir los impuestos a los pobres, rescatar hipotecas para evitar desalojos masivos en los sectores populares, o sea, otorgar aumentos salariales indirectos. Podría igualmente contar con el entusiasmo de sus votantes que han adquirido algo de esperanza en cuanto al consumo doméstico futuro, para tener un efímero veranito económico, aprovechando de paso la caída del precio del petróleo.

Eso equivaldría a empujar lo peor de la crisis (que todavía no llegó) algunos meses hacia adelante. Pero la crisis es mundial y no sólo estadunidense, y los parches económicos en la primera potencia, si bien importantes, no impiden su desarrollo planetario. Las medidas parciales serían insuficientes y no contrarrestarían siquiera la influencia de la importación de la crisis de otros sectores o del efecto dominó de esa crisis del capitalismo.

Por supuesto, ningún sistema se derrumba si nadie lo empuja y ninguno desaparece si no surge su enterrador. Por tanto, habría que esperar una continuación de muchas políticas que aparecían como de Bush pero eran de todo el capital, mezcladas con reformas parciales económicas y sociales. Lo viejo es irrepetible, pero no veremos nada radicalmente nuevo. La falta de una fuerza social capaz de construir una alternativa al capitalismo hace que entremos con un avión descalabrado en una vasta fase de turbulencias de todo tipo. Hay que ajustarse los cinturones.

 
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