La Muestra
■ Cada quien su cine
¿Cómo capturar “ese imperceptible sobresalto entre el momento en que se apaga la luz y comienza una película”? Cada quien su cine (Chacun son cinéma) es la reunión de 33 cortometrajes realizados por 35 cineastas (en dos ocasiones, dos hermanos), sobre esa emoción de cinéfilo ante la pantalla en blanco, presente apenas en los nuevos complejos fílmicos, pero muy viva aún, como fantasma o reminiscencia lejana, en el recuerdo de las viejas salas de cine, hoy desaparecidas.
Gilles Jacob, director del Festival Internacional de Cine de Cannes, pidió a cineastas de amplia trayectoria y reconocimiento, un cortometraje de tres minutos en el que incluyeran una escena en el interior de un cine de su predilección, transmitiendo su emoción inmediata como espectadores. El conjunto sería exhibido en el contexto de la celebración de los 60 años del festival de Cannes, proyectado luego por televisión, difundido comercialmente y recuperado después en video. La Muestra Internacional de Cine, que comienza hoy sus funciones en la Cineteca Nacional, lo ha elegido para conmemorar sus 50 ediciones, aunque en una copia final en la que están ausentes los trabajos de tres cineastas, Michael Cimino y los hermanos Coen. Se trata, pues, de 31 cortometrajes y 33 realizadores.
Como en muchas de las compilaciones de este tipo (recuérdese 9/11, sobre el estado de ánimo colectivo después del atentado terrorista a las Torres Gemelas, o la muy reciente París, te amo), el trabajo vale más por la idea conductora, en este caso el goce del cinéfilo, que por la calidad artística del conjunto, aquí algo dispareja. La apreciación de cada trabajo está relacionada con la formación misma del espectador, a quien no se le proporciona de entrada el nombre del realizador del corto, para inducirlo al juego de identificarlo a través de su estilo artístico; tal es el caso de trabajos como los de Wong Kar Wai (Viajé 9000 kilómetros sólo para dártelo), David Lynch (Absurda, incluido a última hora), Ken Loach (Final feliz) o Manoel de Oliveira (Encuentro único), aun cuando muchos espectadores reconocerán también el estilo de Lars Von Trier (Ocupaciones) o de David Cronenberg (El suicidio del último judío en el mundo en el último cine del mundo), en los cortos más perturbadores del conjunto.
Aunque puedan variar mucho las opiniones, hay descalabros evidentes: Claude Lelouch (Cine de bulevar), Gus Van Sant (Primer beso), Youssef Chahine (47 años después), Jane Campion (La abejorra), Elia Suleiman (Irtebak), motivados algunos por su afán autocelebratorio, otros por estar muy por debajo de la originalidad que sus autores suelen ofrecer.
Hay también momentos de emoción intensa, En la oscuridad, de Jean Pierre y Luc Dardenne; Anna, de Alejandro González Iñárritu; Xianshou Village, de Chen Kaige; En lo negro, de Andrei Konchalovsky. Algunos capturan la experiencia cinéfila del invidente y consiguen transformar el posible cliché sentimental en un acierto de concisión narrativa. Hay homenajes a realizadores europeos (Robert Bresson, Francois Truffaut, Jean Luc Godard), que devienen tributos instantáneos a un cine de autor crecientemente reivindicado.
Y también el humorismo tiene su lugar privilegiado en A 8994 kilómetros de Cannes, en la que Walter Salles refiere el muy lúdico encuentro de dos amigos en un poblado brasileño comentando, a ritmo de rap, el festival exótico en el que se proyecta el mejor cine del mundo, y que no dirige Gil Gilberto, sino un tal Gilles Jacob, o en Cine erótico, farsa negra de Roman Polanski sobre la doble moral de un matrimonio que intenta disfrutar el porno soft Emmanuelle, al tiempo que debe soportar el intrigante goce solitario de otro espectador. Hay astucia en algunos equívocos humorísticos, tanto en Recrudecimiento, de Olivier Assayas, como en Cita en la última función, de Bille August, y momentos de melancolía en Mirando la película, de Zhang Yimou, o en Tres minutos, de Theo Angelopolous.
Pero sobre todo lo anterior, lo que predomina en Cada quien su cine es la alusión desencantada a una forma desaparecida de ver películas, y que sólo sobrevive en aldeas africanas, como en el Congo devastado por la guerra civil (Guerra en la paz, de Wim Wenders); un réquiem por los placeres ya caducos de las proyecciones multitudinarias y entusiastas, sin el teléfono celular que priva al espectador de todo goce comunitario, sin la mercadotecnia que diseña, determina y califica la respuesta del público; un elogio del cine como expresión artística, proteica o desigual, pero siempre estimulante.