■ Tres oficios que se definen por la necesidad de solventar el trámite del último viaje
“Después de la muerte no hay nada; cielo e infierno están aquí”
■ Hay que dejar fuera los sentimientos para no volverse loco; la vida es efímera y nadie la tiene asegurada, dice el médico forense
■ “Hace 7 años falleció mi esposa y yo la vestí”, confiesa embalsamador
■ Prefiero ser incinerado; la gente olvida las tumbas: panteonero
Ampliar la imagen El sepulcro del periodista Victor Noir, cuyo nombre real era Yvan Salmon, es, quizá, el lugar más visitado en el cemeterio de Pére Lachaise, en Francia, sobre todo por las mujeres, pues se ha divulgado la leyenda de que tocándole el pene erecto –así quedó– o la punta de las botas, se incrementa la fertilidad o la suerte para el amor y el sexo. Noir fue asesinado el 10 de enero de 1870 en París, un día antes de su boda, cuando tenía 22 años. El redactor del diario La Marseillaise –publicación antibonapartista– quiso mediar en una disputa entre su jefe y un primo de Napoleón III, este último le disparó y murió. La escultura de bronce del periodista ha causado controversia, pues el artista Amédée-Jules Dalou, decidió esculpirla tal y como murió Noir: boca arriba y con abultamiento del órgano viril. Las “buenas conciencias” no han soportado el hecho de que la besen o se froten en ella. La polémica ha llevado a poner vallas en torno al sepulcro: “Toda degradación por medio de grafiti, tocamientos indecentes u otros medios puede ser perseguida.” La cerca fue retirada luego de la reflexión del entonces alcalde parisino Yves Contassot: “No deseo caer en el defecto estadunidense de una pudibundez exagerada.” Foto: Aleyda Aguirre Rodríguez
Del oscuro ritual con que los primeros hombres enfrentaron a la muerte, la vida moderna nos lleva a la necesidad de resolver un asunto poco grato para la mayor parte de las personas. A nadie le gusta tener que enfrentar la muerte y su proceso, pero alrededor de ella profesionales y artesanos se encargan de resolver los trámites que gnera.
Unos tratan de averiguar cómo sucedió, otros le dan una forma socialmente presentable, otros más le dan cauce legal. Más allá del análisis, dejar de existir es un hecho concreto, mueve dinero, es un suceso cotidiano. Y alguien se tiene que ocupar de él.
No tengo miedo, es respeto
Cuando la muerte llega de manera violenta los cuerpos son llevados al Servicio Médico Forense. Ahí, el doctor Fernando Palacio trabaja desde hace más de 27 años haciendo las necropsias para determinar de qué murió una persona y, en su caso, si alguien la mató.
Cada día llegan un promedio de 13 cadáveres a las planchas del forense. Personas que salen por la mañana de su casa y se encuentran de pronto con una muerte dramática en asaltos, choques u otros hechos.
A todas ellas se les aplica el mismo método: revisarlas de la cabeza a los pies, de adelante hacia atrás y de derecha a izquierda, y una vez terminada la inspección externa, abrir cráneo, cuello, tórax, abdomen y pelvis.
Es una tarea que no muchos pueden hacer, y en la que hay que mantener “fuera del escenario los sentimientos, porque si no, se volvería uno loco. Nos acusan de que nos deshumanizamos, pero es un mecanismo de defensa, aunque sí nos indignan las situaciones extremas, como la de niños que han sido victimizados”, dice Palacio.
Para el médico forense la muerte es tan sólo un proceso, y después de ella no hay nada. El cielo o el infierno, piensa, están aquí y cada quien los instala en su vida en distinta medida.
“Como ha sido mi compañera durante muchos años, ya veo a la muerte de forma natural y no le tengo miedo, sino respeto. Me queda claro que la vida es efímera y nadie la tiene asegurada. Por eso disfruto de cada momento y lo valoro, porque uno nunca sabe.”
“Me encanta mi trabajo”
Álvaro Martínez se ha dedicado desde hace más de 17 años a maquillar cadáveres, rasurarlos, vestirlos, ponerlos en el féretro, asistir a su velorio y después trasladarlos al panteón, aunque cuando entró a este negocio, pensó que su única tarea iba a ser manejar la carroza funebre.
“Al principio me daba miedo tocarlos y no quería hacerlo. Empecé con guantes, pero a lo largo de los años te acostumbras y se te pone la sangre fría. Ahora me encanta mi trabajo”, cuenta.
Para vencer el rigor mortis de un cuerpo hay que darse maña. A la hora de vestirlo, por ejemplo, hay que meter primero las mangas y la parte frontal de la camisa, y luego la posterior.
“Para nosotros ya es una cosa normal. Hace siete años falleció mi señora y yo la vestí y la maquillé. Sí, fue difícil, pero ya no lo sentí tanto, luego de tener años trabajando”, recuerda.
A pesar de todo, hay momentos en los que el luto de los demás los alcanza. “Luego si se siente feo y hasta se nos salen las lágrimas”, y en momentos así, lo único que da alivio es ponerse a rezar también.
Aunque le han dicho que un buen católico no se hace incinerar, Alvaro Martínez ya tomó esa decisión cuando le llegue el momento. El entierro no tiene caso, porque los familiares visitan la tumba dos semanas, y luego la dejan olvidada, dice.
Para mitigar el dolor
Aunque cada vez pierde más terreno frente a los crematorios, el fin de millones de cuerpos sigue siendo el panteón. En el Civil de Dolores, la necrópolis más grande de América Latina, el sobrestante Javier Beni ha visto pasar más de dos décadas de entierros, exhumaciones y reinhumaciones.
“Este es todo un submundo, no es un empleo común y corriente. Aquí uno se tiene que convertir a veces en sicólogo, conocer trámites legales y tener una intuición muy particular con los dolientes”, sobre todo porque éstos deben afrontar todo el proceso en un estado de shock emocional.
Ni siquiera el hecho de trabajar con la muerte de manera cotidiana, dice, es suficiente para entender su enorme complejidad. Aunque lo cierto es que incluso esta etapa es un asunto de estratos sociales, y es por ello que “hay gente de muy escasos recursos que se endeuda hasta el cuello para darle a su difunto lo último de dignidad.”
Para Beni, “la muerte es un paso, una transición hacia una etapa mejor. Esa es la mejor explicación que tenemos para mitigar nuestro dolor.”
Presenciar todos los días imágenes del dolor ajeno no es fácil, pero sin llegar al punto de volverse insensibles los trabajadores de un panteón logran acostumbrarse a algunas cosas “que nadie quiere saber ni experimentar, como incinerar un cuerpo o participar en una exhumación.”
Sin embargo, dice, también pueden disfrutar del silencio incomparable que reina de noche en un camposanto. Tal vez por experiencias como esas, los trabajadores de los panteones crean “un idioma, unas costumbres y rituales que no todos pueden entender.”