La violencia de Estado en México
En la violencia de Estado hay espacios oficiales que poseen mecanismos propios y recurrentes. A nivel policial y militar destaca la creación y continuidad de comandos de elite como fuerzas de choque para enfrentar movimientos populares no armados. A nivel procesal, la acción coordinada del Ministerio Público y de los jueces que obvian procedimientos legales para acusar, castigar y resolver de manera expedita e injusta. En la desaparición forzada, la aquiescencia de autoridades políticas, militares, policiales y judiciales a nivel municipal, estatal y federal.
Podemos hablar de la violencia de Estado en movimientos de inconformidad social cuando la procuración e impartición de justicia, y aun la legislación, concurren con la represión policial o militar desde el arresto de líderes y represión indiscriminada, hasta masacres y desapariciones forzadas. Tal violencia puede describirse vía las acciones específicas y propias de cuerpos policiacos, contingentes militares, manipulaciones procesales, sentencias de jueces sin fundamento legal suficiente, o el crimen de Estado que caracteriza de manera central esta violencia: las desapariciones forzadas.
Revisemos algunos casos de esta urdimbre letal en diversos movimientos del México del siglo XX. Primero, los operativos de allanamientos ilegales multitudinarios de pequeños poblados o barrios, con daños y despojos indiscriminados y arrestos colectivos sin sustento legal. He descrito ampliamente estos operativos, con todas sus secuelas, en mi novela Guerra en el paraíso. Son las tácticas militares donde se originaron las desapariciones forzosas y los asesinatos de centenares de campesinos en el estado de Guerrero durante la guerra sucia de los años 70. La guerra sucia en Sudáfrica, Argentina, Uruguay, Chile, Vietnam, Guatemala, en cualquier país, hubiera sido imposible sin estos operativos que en las primeras horas del amanecer ensangrentaron aldeas y barrios enteros.
Este modus operandi continental sigue tomándose en cuenta en México como recurso oportuno. Así ocurrió hace pocos años en una zona rural cercana a la ciudad de México. El 23 de mayo del año 2007, Amnistía Internacional, sección México, encabezada por Liliana Velásquez, presentó el capítulo dedicado a nuestro país de su Informe 2007, donde se señalaba en cuanto al operativo policiaco efectuado el 3 de mayo de 2006 en San Salvador Atenco, que “la policía utilizó gas lacrimógeno y armas de fuego contra miembros de la comunidad y detuvo, durante los días que duró la operación, a 211 personas, muchas de las cuales fueron reiteradamente golpeadas y torturadas mientras se les trasladaba a la prisión”. Apuntó que de las 47 mujeres que fueron detenidas y llevadas a la cárcel, “al menos 26 de ellas denunciaron ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) que fueron objeto de agresión sexual o violación de policías. Al finalizar el año, sólo se habían fincado cargos menores contra uno de los agresores”.
En el mismo mes de la agresión expliqué en estas páginas de La Jornada el procedimiento complejo que se había aplicado esa madrugada del 3 de mayo del año 2006. Gran parte de la eficacia de estos cateos ilegales en las primeras horas del amanecer y en pequeñas aldeas o en pequeños barrios, y sus secuelas de daños derivan de lo inesperado del operativo mismo y de la contundente y visible superioridad de las armas sobre familias inermes. El armamento es intimidatorio desde los retenes que cercan el territorio y bloquean entradas y salidas de la aldea o del barrio; después, en los comandos de elite que penetran en domicilios para acentuar la sorpresa y para evidenciar la superioridad de su fuerza.
Los contingentes militares o policiales penetran en todas las habitaciones de las casas para detectar rápidamente armas, equipos, pertrechos, alimentos, propaganda o dinero. A estos detalles técnicos y tácticos se debe la imposibilidad de distinguir entre el robo, el despojo, la destrucción indiscriminada y lo que esos elementos y sus jefes quisieran que víctimas y analistas llamáramos solamente “inspección”. La secuela de devastación, robo y ultraje es connatural a la inspección y a la aprehensión multitudinaria.
Un mecanismo esencial de tal tipo de operativos deriva de su naturaleza táctica: la imposibilidad de que sea una acción improvisada. Se trata de un operativo que no puede surgir por azar: requiere de planificación anticipada. Segundo, es resultado de una coordinación de varios sectores administrativos y políticos. O sea, precisan de la anuencia, coordinación o disposición de poderes municipales, estatales y federales; de agentes del Ministerio Público Federal, de jueces, de servicios médicos, de fuerzas complementarias y de autoridades carcelarias. Esta coordinación multisectorial tampoco puede ser improvisada inopinadamente.
Un aspecto más deriva de los dos anteriores: no son operativos de alto riesgo militar ni policiaco, pues la sorpresa y la superioridad de armamento, más los estudios previos para su aplicación en las zonas ya vigiladas y analizadas, no suponen una resistencia peligrosa ni real. Son operativos de amedrentamiento y sometimiento inmediato. Pero lo notable de éstos es su alto riesgo político. El mensaje social que operativos así encarnan es de tal magnitud que no pueden aplicarse sin un mandato de las autoridades políticas. Es recurrente en la historia de este tipo de acciones el mecanismo retórico para deslindar a la autoridad política de la autoridad policiaca o militar. Esto explica y torna necesaria una coordinación más: la de los medios informativos. Es muy útil el silencio, la complicidad e incluso la distorsión generada por televisión, radio y prensa escrita. Esta coordinación multisectorial demuestra que se trata de una decisión de Estado y no de la violencia impulsada por una aislada decisión administrativa.