Usted está aquí: martes 28 de octubre de 2008 Opinión Para que no existan

Ricardo Robles O.

Para que no existan

Vino a saludar un amigo rarámuri que vive lejos, a ocho horas de mi pueblo cuando menos. No nos vemos frecuentemente y eso suele prolongar sabrosamente las conversaciones. Al tiempo de los saludos iniciales todo iba bien en su pueblo, luego fueron surgiendo las tristezas, los por qué que él se pregunta y quería compartir.

Sus principales preocupaciones eran en torno al turismo. Llega un funcionario de Chihuahua y sin más, sin invitar, sin consultar, cita a la gente para que bailen matachines ante otros funcionarios mayores. Él, que es autoridad en su región, reclama por ello, explica que las danzas son sólo para el Dios, que no son para divertir gente, que son como rezar y que no se debe rezar a los turistas; busca dialogar y recibe una reprimenda.

“Ustedes están atrasados porque no quieren el progreso”, le espetan para ignorarlo luego. Es que llegan a cualquier sitio como a tierra sin dueño, amenazan, quieren desalojar a los que viven ahí desde siempre, a veces logran sacarlos. Todo lo traen decidido desde una oficina estatal, nada consultan, no piden permiso, sólo llegan a imponer, a imponerse. No respetan tampoco los templos –que los rarámuri custodian por secular tradición, que son centros festivos, de reunión, de consensos comunitarios, de transmisión y reproducción cultural–, llegan y los modifican o “restauran” para el turismo, como si fueran los dueños. De eso siguió diciendo y de los estragos y las trampas de las empresas mineras, de la contaminación y privatización de sus manantiales y sus ríos, de la discriminación en sus propios municipios donde son ignorados, y así de otras agresiones más.

Quince días antes, en los primeros días de octubre, circuló la noticia en medios electrónicos, no la encontré en otros. El diputado Fernando Rodríguez Moreno, coordinador del grupo parlamentario del PRI en el Congreso del estado, anunció para 2009 la desaparición de ocho comisiones de las 32 existentes en la legislatura estatal, entre ellas la de feminicidios, la de asuntos del campo y la de indígenas.

La razón de esa supresión es que duplican funciones, no tienen trabajo y no se consideran importantes, todo esto según las notas recogidas por la prensa electrónica. Así, la Comisión de Pueblos y Comunidades Indígenas y Desarrollo Económico para la Sierra Tarahumara será asumida por la de turismo. Parece, pues, que la única realidad importante que los legisladores ven en los pueblos indios es su potencial turístico. Quisieran vernos con un bote ahí en medio, bailando para que nos echen morralla, dijo mi amigo. Para los legisladores, al parecer, los indios deberían estar agradecidos porque bailando para el dios turismo podrán recoger limosnas del suelo. Esta visión racista es tan omnipresente que denota una política de Estado.

Hace seis meses, el 6 de abril en Tenejapa, Chiapas, Felipe Calderón ratificó tal política cuando, hablando con líderes indios, consejeros de la CDI, les pidió ir más allá del rollo y pedir cosas concretas, como agua, drenaje, médico...

Ellos le habían pedido redefinir las políticas públicas ante la diversidad cultural, ser tomados en cuenta al elegir al comisionado de pueblos indígenas que debería provenir de dichos pueblos, le habían pedido hacer efectivos el Convenio 169 de la OIT y los acuerdos de San Andrés, etcétera. Le hablaban de instituciones, leyes, pactos, de justicias y derechos negados, y para él fueron rollo. Dijo que él también sabe echar rollos, sí, ahí mismo lo estaba probando. Ofreció mantener diálogo con ellos, condicionado a que sea sobre cosas concretas que necesiten, no sobre rollos ideológizados o politizados.

El amigo rarámuri me hablaba justamente de esta política arropada en los pináculos de los poderosos del planeta, desdeñosa de las culturas y las diferencias indígenas, que los ve y desprecia como a ignorantes menores, de esa política etnocida que pretende reducir a los indios a mercancía turística, a desplazables para usurpar sus recursos, a talacheros de la droga, a chivos expiatorios de las impunidades nacionales, a mano de obra vasalla sin pensamiento propio.

Es la conquista antigua –de muchas cabezas y manos que la implementan en todos los ámbitos–, que va sobre todo lo indio para apropiárselo o aniquilarlo, sus territorios, sus recursos, sus sabidurías, sus pensamientos, sus dignidades, sus conciencias, para que los indios no importunen con sus diferencias, para que no perturben conciencias con sus verdades distintas, para que ya no existan.

 
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