Homenaje
No es fácil abogar desde la oposición por la legalidad cuando los principales obligados a cumplirla, es decir, los gobernantes, la violan de manera regular y deliberada, y esto no es un mero desahogo panfletario: es suficiente con dar una repasada superficial a las primeras páginas de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (no es necesario llegar al 27; basta con los artículos primero, segundo, tercero y cuarto) para apreciar el contraste entre los deberes del poder público y los hechos del calderonato.
El contraste es exasperante: las torturadoras AFI y PFP (La Jornada, 26/10/08, p. 11), violadoras consuetudinarias de la Carta Magna, llevan a la cárcel a quienes, con el propósito de defender ese cimiento de la legalidad, bloquean una vía de comunicación.
No es cómodo explicar ni explicarse, además, la pertinencia de pugnar, desde las calles y las plazas públicas, por disposiciones legales que garanticen la soberanía nacional, cuando se sabe que de todos modos el grupo gobernante hará todo lo que pueda para hipotecar y entregar al país a poderes políticos y económicos extranjeros y que, muy probablemente, lo conseguirá. Lo ha hecho con la apertura del sector eléctrico a las trasnacionales, lo ha hecho con los Pidiregas, lo ha hecho con el Aspan. Incluso si en la reforma petrolera que nos han enjaretado (¿o dirán que “la hicimos todos”, como la elección de 2006?) se hubiesen incluido las famosas 12 palabras –la prohibición de que Pemex suscriba con empresas privadas contratos de exploración o perforación que impliquen la concesión de bloques o áreas exclusivas de territorio–, es probable que el gabinete de Felipe Calderón hallaría la puerta trasera de la ley para invalidar su espíritu; mucha es el hambre de los funcionarios por las comisiones bajo o sobre la mesa, y mucho el apetito de las trasnacionales por zamparse los recursos naturales mexicanos. Ya lo dijo Vicente Fox con su cinismo no ilustrado: jueguen sucio, encuentren los recovecos legales para hacer lo que sea y, sobre todo, “pártanle el queso” a López Obrador, acción imprecisa sin mucha apariencia de apego a la ley.
También resulta cuesta arriba mantener la fidelidad a un movimiento que lleva meses esperando un clímax nítido y que se ha topado con una ambigüedad tramposa, con un puré en el que se mezclan fragmentos de victoria con pedazos de emboscada, escamoteo y avance, triunfo y derrota. Si el Movimiento Nacional en Defensa del Petróleo fuese una telenovela, su rating habría caído a cero tras las votaciones, las componendas y los logros de estos días.
Pero no: en medio del desconcierto, de la falta de información precisa o de la llana desinformación, de los vericuetos legales que hay que entender y de los errores de la dirigencia en la narración de los sucesos, los ciudadanos en resistencia han sabido diferenciar entre la ficción y la realidad, y comprendido que ésta es incierta y carece de finales felices pero también de desenlaces fatales. Se han dado cuenta de que ocupan un lugar civilizatorio, alternativo a la descomposición abismal del poder público y a la desintegración con la que amagan los procesos violentos, políticos o comunes.
Es posible que este movimiento no tenga muchas más armas que la verdad, pero la emplea de manera sobresaliente y la esgrime en las calles en tiempo real, antes de que se vuelva historia y deba ser recuperada, décadas más tarde, en el campo de batalla de los cubículos y de las publicaciones académicas. Quienes hoy persisten en defender la soberanía nacional y los recursos naturales de México saben, aunque no tengan doctorados ni licenciaturas ni primarias terminadas, que la lucha no consiste únicamente en amarrar las manos ladronas del calderonato y en sobreponerse a las andanadas de lodo lanzadas desde la masa mediática, sino también en configurar a futuro una etapa edificante en la historia nacional, la cual lleva muchas décadas sumida en un túnel oscuro. Se saben sujetos históricos, actúan como tales y merecen, por ello, un homenaje.