■ La actriz leyó fragmentos de La noche de Tlatelolco, libro de Elena Poniatowska
Con la represión al movimiento estudiantil se amedrentó a una generación: Huertas
Ampliar la imagen Luisa Huertas, antenoche, durante su intervención en el teatro Casa de la Paz Foto: Jesús Villaseca
La represión contra el movimiento estudiantil de 1968, amedrentó a una generación de jóvenes politizados, conscientes, estudiosos, que se perfilaban para estar gobernando el país 20 años después. Unos continuaron la lucha en los partidos políticos, otros se fueron a la guerrilla, otros se frustraron y muchos otros no quisieron volver a saber de política.
Este es en resumen el balance que hizo la actriz Luisa Huertas –activista de la Escuela de Arte Teatral del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) durante el movimiento– al terminar de leer fragmentos del libro La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, dentro del ciclo de lecturas “A 40 años del 68” que se desarrolla en el teatro Casa de la Paz.
Palabras de Elena González Souza, Gilberto Guevara Niebla, Daniel Esparza Lepe, Margarita Nolasco, que Poniatowska recogió en las numerosas entrevistas incluidas en La noche de Tlatelolco, volvieron a sonar, ahora en la voz profunda y vibrante de Luisa Huertas, quien no pudo evitar las lágrimas.
A la lectura siguió una sesión de preguntas que permitió a la actriz compartir su experiencia personal durante esos días. Fue una crónica espléndida que resultó aleccionadora para la –lamentablemente– escasa audiencia en el recinto, en su mayoría integrada por jóvenes.
Huertas formaba parte de la mesa directiva de la sociedad de alumnos de la Escuela de Arte Teatral del INBA. Durante una reunión en la sala Xavier Villaurrutia (atrás del Auditorio Nacional), en la cual se decidiría si entraban o no a la huelga estudiantil, “empezamos a oír pasos; de pronto vimos los picos de las bayonetas caladas y en segundos teníamos a los soldados rodeándonos. Nos sacaron a empellones, a patadas.”
Cuando salían –relató la actriz– apareció José Solé increpando a los soldados: “Señores, ¿qué está pasando aquí?” El militar que iba al frente de los soldados le preguntó: “¿Y usted quién es?” Respondió Solé: “¡El director de la escuela!”. Lo detuvieron en ese momento: “Ah, pues jálele usted también”. Lo subieron en una de las dos julias (camionetas de la policía) en que estaban repartidos los 70 estudiantes detenidos.
Nacida en El Salvador, de padre español, en ese tiempo Luisa Huertas sólo tenía pasaporte español. Ante los señalamientos gubernamentales de que había agentes de países extranjeros involucrados en el movimiento y con el temor de que fuera deportada, su hermano mayor –enviado por su madre– pagó una mordida y logró que la liberaran.
Horas después fueron liberados casi todos los detenidos: “Hay unas fotos en la revista Por qué? de mis compañeras bajándose de la julia, sobre todo Luz Elena Silva, hija de militar, que salió posando como toda una Marylin Monroe, para darle en la torre a su papá”, recordó.
La matanza de 1971, la puntilla
La madre de Luisa Huertas era concesionaria de una cafetería en el conjunto cultural situado atrás del Auditorio Nacional. Después de la incursión de los militares, la cafetería “se llenó de gente extraña, de pelo muy corto. Había dos personajes, que estamos seguras que eran policías, que llegaban a las nueve de la mañana y se iban a las nueve de la noche. Tomaban café, iban, venían, comían, desayunaban y cenaban.”
El 2 de octubre de 1968 la actriz y su madre se disponían a asistir al mitin en la Plaza de las Tres Culturas. Para cerrar la cafetería pretextaron un inventario. Pero los presuntos policías que iban todos los días, pidieron un café a última hora y retrasaron la salida de madre e hija.
Contó la actriz: “Como a las cinco y cuarto se levantaron y nos dijeron que ya se iban: en cuanto salieron, empezamos a caminar hacia Paseo de la Reforma para tomar un taxi al mitin, pero ya venían las primeras oleadas de muchachos despavoridos. Esa noche no dormimos, fuimos a la Cruz Roja de Polanco y a varios hospitales buscando a nuestros compañeros. Lo que pensamos después mi mamá y yo es que los policías de la cafetería se habían acostumbrado a nosotros y al café, que sabían lo que iba a pasar y que nos retrasaron para protegernos.”
La matanza de 1971, en el Casco de Santo Tomás, fue la puntilla para esa generación: “Luego la UNAM se llenó de mariguana, nos idiotizaron, nos cortaron las alas, nos hicieron sentir frustrados, unos se fueron a la sierra, otros a los partidos y otros no quisieron volver a saber nada. Hoy la gente está desorganizada, atomizada, despolitizada, cada uno peleando por su vida y por su propio confort”.