Usted está aquí: sábado 25 de octubre de 2008 Política Nuestras relaciones con Estados Unidos

Enrique Calderón Alzati / I

Nuestras relaciones con Estados Unidos

A semana y media de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, con una crisis financiera en ciernes y luego de una devaluación del peso respecto del dólar –que merodea el 25 por ciento– es un buen momento para meditar en las relaciones que hemos mantenido y tenemos hoy con ese país. Relaciones que, como las de las mejores familias, han incluido desde promesas de amor eterno hasta confrontaciones armadas, invasiones y despojos territoriales y económicos sin fin, en los que invariablemente hemos resultado ser la parte perdedora.

A nivel individual la gama de sentimientos que los mexicanos tenemos respecto de Estados Unidos va de la admiración al odio, pasando por el resentimiento, en muchos casos sin que exista razón para ello; en un terreno más práctico, una proporción importante y creciente de connacionales vive en ese país y también un buen número de estadunidenses radica o ha radicado en el nuestro.

Todo ello conforma una realidad que es imposible ignorar, por lo que analizar lo que sucede en nuestro país vecino y formarnos una opinión al respecto debiera ser de la mayor importancia para todos los mexicanos, porque hasta ahora lo que ha prevalecido de parte nuestra ha constituido un comportamiento errático y reactivo, carente de estrategia, de dirección y de objetivos, mientras ellos, en lo colectivo, actúan en todos los casos con ideas, intereses, objetivos y estrategias perfectamente definidos, aun con la existencia de una amplia gama de posiciones personales que van desde las fraternales hasta las del racismo más acendrado.

¿Qué podemos esperar de los estadunidenses y de su país en el futuro? ¿Cuál debe ser nuestra posición ante ellos? ¿Qué otras alternativas tenemos? Son algunas de las preguntas que debemos hacernos y para las cuales debemos tener respuestas claras y bien fundadas, que tomen en cuenta las experiencias de nuestro pasado, pero también las de su propia historia.

Triunfador indiscutible de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos fue el único actor que no experimentó pérdidas en su aparato productivo; esto que por lo general representa una ventaja, no lo fue tanto para ese país. Contando con niveles de conocimiento similar al de su par en América, las otras naciones beligerantes que vieron sus fábricas destruidas fueron capaces de sustituirlas por plantas modernas y bien equipadas, que producían mejores autos y camiones, mejores trenes y aviones, mejores sistemas de comunicación que los estadunidenses, quienes vieron sus productos desplazados de los mercados mundiales a partir de la década de los 70 del siglo pasado.

Con gran capacidad financiera y toda una tradición en el sector de los servicios, reconocida como American way of life, los estadunidenses desarrollaron un nuevo esquema económico, en el que este sector, con el trabajo intelectual incluido, se convertía en el nuevo motor de la economía, dándoles un gran impulso complementado con el desarrollo de las tecnologías de la información y del conocimiento. Con todo esto y su indiscutible capacidad bélica, Estados Unidos pudo mantenerse como primera potencia mundial hasta el fin del siglo XX.

Los tiempos que nos ha tocado vivir son de cambio acelerado, principalmente debidos a la tecnología misma y a que otras naciones han alcanzado y superado también en esos campos a los estadunidenses, entretenidos en encontrar nuevos enemigos con quién pelear, luego de la caída de la Unión Soviética, y dedicados a desarrollar nuevas formas de especulación. Al iniciarse el nuevo milenio, los asiáticos y los europeos, además de convertirse en poderosos rivales tecnológicos, habían adoptado nuevos esquemas de integración de sus mercados y de colaboración económica, que los convertía de facto en dos nuevas potencias, tan o más poderosas que los mismos estadunidenses.

La estrategia adoptada por Estados Unidos para enfrentar ese desafío fue crear su propia región económica con los países de América, pero viendo a éstos como subalternos menores, sin entender bien que la esencia de la integración es la relación entre iguales y que el éxito es hacer que las naciones más débiles lleguen a tener niveles de desarrollo y capacidad de compra similares a los más avanzados. Por ello, además de tratar de mantener a Latinoamérica en el retraso y la explotación, ha fracasado notablemente en su intento de crear un mercado similar al europeo, logrando más bien un proceso de integración del bloque de naciones sudamericanas en un nuevo proyecto geoeconómico que los excluye y del que desafortunadamente nosotros también parecemos estar fuera.

La actual crisis financiera por la que atraviesan los estadunidenses no es casual, es consecuencia directa de las políticas impulsadas durante años de adopción de patrones de consumo irracionales y de la obtención de ganancias que poco o nada tienen que ver con la producción de bienes y mucho con la adquisición de materias primas a bajos precios, de explotación del trabajo de otros países y del negocio de la guerra. En estas condiciones, lo que podemos avizorar para el futuro no tiene mucho de halagüeño, pues ahora resulta que estamos asociados a un perdedor potencial y que en sus fracasos presentes y futuros tendremos que pagar muchos de los platos rotos. Esto no quiere decir que debamos eliminar nuestros lazos con Estados Unidos, sino dejar de pensar en él como nuestra única opción de desarrollo y ni siquiera como la más importante.

Del último debate entre los candidatos a la presidencia en esa nación resalta el hecho de que ni Latinoamérica ni México hubiesen sido mencionados; para ellos como candidatos ni siquiera la población votante de origen latinoamericano les importa gran cosa, porque allí la tienen y creen que pueden hacer con ella lo que mejor se ajuste a sus intereses. Quizás sea hora de despertar a la realidad y dejar en el pasado las ideas y la inacción que ha caracterizado a los recientes gobiernos de nuestro país, el actual incluido.

 
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