Voy a Elefanta...
Voy a Elefanta, isla situada cerca de Bombay.
Salimos por la famosa puerta construida por los ingleses; el malecón rodea la ciudad, un parapeto alto y separado del mar por unas piedras que semejan pulpos.
Me daría terror caerme, ¿me devorarían animales gigantescos y oscuros, color tinta china? El día anterior paseamos rodeados de parejas de todas las religiones y las edades, algunas se entrelazan las manos.
Vamos en ferry, mar color plomo, viento, subimos a cubierta. Enfrente, una pareja con un niño, el padre lo abraza; la madre, distante, más retraída, lo mira de repente con ternura, él tiene alrededor de cinco años.
Es el niño más seguro que he visto en mucho tiempo, digo, en la India, donde la mayor parte de los niños camina por la calle pidiendo limosna, con voz lastimera, empezando con un alóóóó que lastima; nos han advertido que de darle una limosna a cualquiera de ellos atraería una multitud imposible de soportar.
Produce dolor, miedo, irritación, violencia, verlos con la mano extendida como estatuas parecidos a las diosas –por ejemplo Turga de varios brazos–; levantan las manos en ademán de protección, pero que en el fondo es exigencia.
El niño del barco es un niño protegido, amado, seguro de sí mismo. La mujer lleva un pantalón pijama con rayas verticales cafés en fondo beige, la camiseta –túnica– es floreada de los mismos tonos y un bermellón que rellena las flores, un atuendo digno de un diseñador, él, vestido simplemente, como su niño, de pantalón y camisa a la europea o, peor, a la gringa.
Ella lleva anillos en los dedos de las manos y en los dedos de los pies –no entiendo cómo los soportan, pero se le ven preciosos–, oro en el cuello y aretes, definitivamente una familia de clase media, viajando para conocer los famosos templos hindúes con las efigies del dios Shiva y, su esposa, con las caderas ladeadas y una pierna colocada en actitud de danza, pura sensualidad.
Enfrente, dándole la espalda al mar, un curioso trío, un joven robusto, por no llamarlo gordo, y dos muchachas muy guapas –una más que la otra– vestidas a la moderna, pantalones a la rodilla, blusas entalladas, con aspecto medio oriental, o más bien árabe.
Me entero: son iraníes. ¿Serán hermanos, o un pequeño harén a domicilio en viaje de bodas?
Varios musulmanes: una pareja de jóvenes que se abrazan, se sonríen, se empujan, uno sube una pierna encima del otro y se quitan los zapatos a la menor provocación.
¿Serían amantes?, le pregunto luego a mi amiga Francesca. “No –me dice–, es amistad pura y dura, la sodomía está castigada severamente, casi con la muerte.”
Me habla luego de Vikram Seth, su amigo, el gran escritor hindú que escribe en inglés y vive en Inglaterra, él sí, homosexual y defensor de los derechos de los gays, respetado en su país por pertenecer a una gran familia de clase media, pero ilustre.
Llegamos a la isla, hay que subir muchas escaleras, me vuelven a ofrecer, como hace cuatro años en Ellora, un palanquín que cargan dos indios; rehúso, y subo como desesperada los escalones de alto peralte; me canso, llego con la lengua de fuera, una heroína, me digo, orgullosa, sudada, las piernas temblando.
No hay monos, me sorprendo, la última vez había millares, daba miedo pasar a su lado, traviesos y malignos. Muchos pájaros en cambio y ardillas diminutas, si no fuera por la cola parecerían ratas, o mejor ratones, pero son hermosas, y los gringos, sobre todo las gringas, se enternecen y hacen ruiditos guturales.
En los templos me encuentro con una comitiva de gurajatis, es decir, de la provincia de Gujarati: son muchos jóvenes dirigidos por un profesor jovencito. Me empiezan a hablar, ¿de dónde vengo, preguntan? converso con ellos, me rodean, se toman fotos conmigo, sonreímos, la intensa amistad instantánea y pasajera entre los pueblos. Vinieron a conocer sus monumentos, algo común en la India, viajan desde lejos para conocer su país.
Los extranjeros pagamos 250 rupias, ellos 10. Ejemplo a seguir en nuestra patria.