La indispensable laicidad
Un país se revela cabalmente por sus mercados, como quería Gide, pero en lo esencial por el trato que da a sus minorías. Abundan los ejemplos: los ju-díos en la Alemania nazi, los latinos en Estados Unidos, los homosexuales en el México porfirista que se niega a desaparecer, los grupos protestantes en el inverosímil y grotesco mundo de San Juan Chamula, donde se cierran las puertas de las escuelas públicas a niños no católicos y se expulsa de sus tierras a los abstemios reacios al aguardiente.
Carlos Monsiváis ha sido uno de los observadores más constantes de las vicisitudes que han enfrentado en nuestro país los grupos minoritarios más vulnerables. Pocos como él han documentado la segregación religiosa, sexual y étnica con tal constancia que ha logrado mostrarnos, muchas veces, la sombra de un país que creíamos superado pero que sigue vivo y activo entre nosotros.
El libro El Estado laico y sus malquerientes, publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México y Debate, prueba lo que digo. Monsiváis, como todo clásico que se respete, pone en nuestras narices obviedades que no habíamos visto. O por lo menos que no habíamos visto desde el ángulo revelador que nos propone.
Por ejemplo, que resulta impensable un Estado democrático sin educación laica, una sociedad sana sin la separación de la Iglesia y el Estado, que resulta una barbaridad pretender canonizar a terroristas vuela trenes o a líderes que ordenaron cortarles las orejas a los maestros y a las maestras cercenarles los senos, previa violación frente a sus alumnos, por el terrible pecado de enseñar el alfabeto.
Después de leer esa crónica del horror, resulta imposible no coincidir con la sentencia que asegura que la estupidez es una de las formas del mal.
Pero no todo es barbarie en esa crónica: aparecen aquí y allá los momentos de resistencia ante los embates del pensamiento autoritario. Monsiváis rescata, por ejemplo, la frase que el político del PNR Arnulfo Pérez H. imprimía en sus tarjetas de presentación: “Enemigo personal de dios”, o el discurso de ingreso a la Academia de Letrán del entonces joven Ignacio Ramírez, que resumió en el aforismo “No hay dios”.
Pero la originalidad de esta crónica no se limita a los datos casi inverosímiles que cita con su respectiva fuente, sino a la manera en que, desde las primeras páginas del libro, introduce al lector en su reflexión sobre el laicismo.
Para Monsiváis la educación laica se prefigura en nuestra sociedad cuando se consideran otras formas de espiritualidad gracias a la música, las artes plásticas y la poesía. Con ellas se instala una religión de los sentidos donde pasiones y emociones, paisajes y naturalmente el amor van más allá y son más vivos que los sentimientos que refieren los curas. Estas manifestaciones artísticas son un paso firme a la secularización.
La segunda parte del libro está formada por una antología de despapuchos y acciones de los “malquerientes”, que no enemigos, dice Monsiváis, de la laicidad. Malquerientes “porque su inacabable derrota cultural los enfrenta a su límite: la imposibilidad de construir un desafío verdadero a la secularización y a la laicidad”.
Conocer mejor nuestra tradición laica y a sus malquerientes es una obligación democrática. La tolerancia y la apuesta por la diversidad y el conocimiento como fuente de desarrollo son ejes del Estado laico y democrático, y antídoto contra el pensamiento autoritario.