Editorial
Contra la desigualdad, educación
De acuerdo con un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) dado a conocer ayer en París, los índices de pobreza y desigualdad de ingresos en México se encuentran entre los más altos de los países que integran esa asociación. El documento afirma que los programas gubernamentales de distribución de efectivo tienen escaso impacto y que las sumas entregadas apenas representan 6 por ciento de los ingresos de los hogares que los reciben; en otros términos, constituyen una fracción insignificante de percepciones que son de suyo ínfimas.
Menguado orgullo puede ser para México, por lo demás, que “los servicios públicos proporcionados en los sectores salud, educación y vivienda reducen la desigualdad del ingreso más que en cualquier otro país de la OCDE”, como afirma el texto, pues ello no necesariamente es indicador de prestaciones eficientes o satisfactorias en los rubros mencionados, sino más probablemente reflejo de la desamparada circunstancia de los beneficiarios, para los cuales cualquier asistencia oficial, por pequeña que sea, constituye una mejoría importante en su situación económica. Un caso ilustrador es el de la pensión para adultos mayores, establecida por el gobierno de la ciudad de México y luego adoptada con limitaciones y condicionantes por el federal y otras administraciones estatales: para muchos de los beneficiados, carentes hasta entonces de jubilación y de cualquier otro ingreso fijo, esa pensión representó la diferencia entre tener dinero –aunque fuera medio salario mínimo– y no tener nada.
Ante ese panorama reviste especial pertinencia el señalamiento formulado ayer, en el contexto del segundo Foro parlamentario sobre educación superior, por rectores de universidades públicas y centros de enseñanza de nivel medio y superior, autoridades educativas y diputados de las comisiones de ciencia y tecnología: en el marco de la presente crisis económica mundial, lo mejor es invertir en enseñanza superior e impulsar una política de Estado que garantice el desarrollo de la ciencia y la tecnología, las humanidades, las artes y la cultura.
En palabras de José Narro, rector de la máxima casa de estudios, es necesario que en el presupuesto de 2009 se destine a la educación pública media y superior “sólo una pequeña fracción” de los más de 11 mil millones de dólares de reservas internacionales que se malgastaron en saciar la voracidad de los especuladores. Es claro que el país cuenta con recursos “para rescatar muchas cosas” y que tales fondos han sido destinados a la banca privada, a carreteras concesionadas, a ingenios particulares, a aerolíneas y a otros giros empresariales, pero no a la enseñanza superior, la ciencia y la cultura.
El fortalecimiento de tales actividades públicas constituye, en efecto, una medida de elemental y obvia justicia social, movilidad y atenuación de las escandalosas desigualdades que afectan al país. Resulta necesario, pues, reorientar las prioridades presupuestales, con el propósito de destinar los recursos públicos a la única inversión que garantiza el desarrollo de la nación: educación y salud de la población.