Feria del libro en el Zócalo
■ Compartió sus poemas con medio millar de oyentes para seguir la celebración de sus 80 años
Continuó en el Zócalo el homenaje al poeta Enrique González Rojo
■ El público anhela, pide poesía, y algunos empezamos a oír esa voz, señaló después del recital
Ampliar la imagen En tiempos de palabras huecas es casi un milagro ver al poeta firmar los volúmenes que le tienden sus admiradores Foto: María Luisa Severiano
La escena es emocionante y memorable: el poeta comparte está tarde de sábado su verdad, sus alegrías, enojos y tristezas, sus convicciones y sus sueños, con medio millar de oyentes atentos y sensibles. ¿Quinientas personas reunidas en el foro principal de la Feria del Libro del Zócalo para escuchar la poesía de Enrique González Rojo? Sí. Tal vez más. Ancianos y jóvenes, hombres y mujeres, señoras con sus hijos –gente de todos los días–, cautivados por las palabras que llegan a ellos en esa voz cálida, enérgica y elocuente.
Cansado de que el viento me sacudiera con iracundia/ de que se enseñoreara sobre mí/ decidí una madrugada/ soltar deliberadamente una de mis hojas./ Llevé todas mis energías/ mi coraje/ mi savia/ hacia el ramaje./ Y me deshice de una hoja verde y puntiaguda./ En realidad acabé por sacudírmela/ después de una gran esfuerzo (fragmento de Confidencias de un árbol).
El poeta, quien sigue celebrando sus 80 años de fructífera vida, es un dandi con traje y corbata, barba de patriarca bíblico, anteojos de hombre sabio. Desde un sillón en el estrado canta y conmueve, sube y baja la mano derecha con el dedo índice extendido, como marcando el orden y el sonido de las palabras que salen de su boca, llameantes, rebeldes y apasionadas.
(...) Una hormiga roja, abandona, de repente, la fila,/ su instinto,/ la ley natural./ Y al hallarse sola,/ descubre las paredes y ventanas del yo./ ¿Qué soy? se pregunta,/ y en el lenguaje nervioso de las hormigas rojas/ dice: soy un yo./ Yo, entonces, se acerca a una laguna/ para contemplar la cara/ de alguien que es, al fin,/ consciente de sí misma. (Fragmento de Hormiga y aparte).
Algunos niños se distraen, cierto, porque lo suyo es andar corriendo y saltando, pero no pueden arrancar del asiento a sus madres que aplauden al poeta que apenas hoy conocen. Como la señora Reyna, quien al final hace fila para que González Rojo le firme un ejemplar de El viento me pertenece un poco. Antología de poemas (1972-2008), publicado por al gobierno del Distrito Federal en la Colección Editorial El Zócalo. Como Jesús Alberto, adolescente de 18 años, quien supo de González Rojo recientemente, a propósito de los homenajes por su 80 aniversario, lo empezó a leer y aquí está, libro en mano, para pedir el autógrafo del poeta.
Milagros en épocas de relumbrón
Una vez me enamoré de una trotzkista./ Me gustaba estar con ella/ porque me hablaba de Marx,/ de Engels, de Lenin,/ y, desde luego, de León Davidovich./ Pero, más que nada/ porque estaba en verdad como quería./ Tenía las piernas más hermosas de todo el/ movimiento comunista mexicano./ Sus senos me invitaban/ a mantener con ellos actitudes/ fraccionales./ Las caderas, que eran pequeñas, redondas,/ trazadas por no sé qué geometría lujuriosa/ lucían ese movimiento binario/ que forma cataclismos en las calle populosas. (fragmento de La clase obrera va al paraíso).
En tiempos en que el envilecimiento propio o ajeno es el camino más corto al poder y la fama, en tiempos de celebridades de oropel, de palabras corrompidas y huecas, de culto fanático al entretenimiento, es casi un milagro ver al poeta trazando su nombre sobre los volúmenes que le tienden sus admiradores, recientes o de siempre, los que ya lo han leído o los que a partir de ahora lo empezarán a leer.
En brevísima entrevista, al terminar su recital, González Rojo dijo: “Más que el poeta, lo interesante hoy fue la reacción del público, un público que tiene necesidad de poesía, que está pidiendo poesía, que está anhelando poesía, y algunos empezamos a oír esa voz”.
Esta tarde, Enrique González Rojo se retira con una expresión emocionada, casi alegre, a pesar del dolor por la muerte, la semana pasada, de su hijo Enrique González Philips, violinista de la Orquesta del Palacio de Bellas Artes, a los 55 años. Nadie entre el público lo sabía, sólo sus muy cercanos, y él se abstuvo de decirlo.
Tal vez parte de la fuerza y pasión con que leyó, provenía de ese dolor.