Usted está aquí: miércoles 15 de octubre de 2008 Opinión Isocronías

Isocronías

Ricardo Yáñez

■ Continuidades

Mi hermano Jaime, 12 años menor que yo, me manda por correo electrónico una cuarteta mía (Dichoso el que puede oír/ lo que el silencio le dice/ a mí no me dijo nada/ y por eso más lo quise), que le “dio pie a que le buscara una tonadita con aire de son”, y agrega que le “gustaría, si es posible, que sobre el tema hicieras unas décimas de cuarteta obligada”. Le respondo que creo entender, pero que mejor me haga llegar un ejemplo, para no fallar; que desde luego lo intento. Me remite éste, el cual sin avisarle reproduzco, no sin advertir que me da la impresión, porque lo conozco, de que improvisó al vuelo, ni menos que exceptuadas insignificantes inexactitudes ortográficas, ya invisibilizadas, va como me llegó: Al centro del corazón/ de un viejo cedro encontré/ los misterios que hacen que/ se mezca en su hamaca el son/ así di con el bordón/ del arpa y pude sentir/ el trino junto al latir/ de alguna copla fugaz/ que nadie escuchó jamás.../ dichoso el que pueda oír.// De lo secreto parece/ revelarse lo profundo/ en la magia de un segundo/ que llega y desaparece.// Igual que este río se crece/ toda voz cuando bendice/ el canto sin que precise/ línea, tonada o acento/ pues sólo busca en el viento/ lo que el silencio le dice. “Algo así”, concluye este tapatío devenido jarocho de Oaxaca.

Mi hermano toca el arpa, y durante mucho tiempo también fabricó ese instrumento, que creo ahora ya no hace. Llegó a elaborar como 50 instrumentos, algunos de apariencia sencilla, como la quena. ¿Cómo fue que aprendió a cantar? No lo sé. Creo saber que en parte ello se debió a mi impulso, mero impulso, hacia el canto. Y tal vez –mejor dicho: seguro– a lo siguiente: una ocasión se le ocurrió a mi padre comprar una serie de instrumentos que en su momento nadie vería como reunidos en grupo (un requinto de boleristas, una guitarra folk, un acordeón, una guitarra eléctrica, no sé qué más, micrófonos, sin duda). Como chiste que no he difundido digo que inventó la música grupera. Pero no digo por qué: pensaba que haría negocio con nosotros, sus hijos. Estaba más que equivocado. Y sin embargo el artilugio, mejor que el plan, funcionó. Hasta yo, completamente inhabilitado en ese entonces para el canto, aprendí a cantar. Todo ese instrumental se perdería. No se perdió, en modo alguno, la impresión que, contra de cierta manera visto la voluntad paterna, dejaron en nosotros. Hace mucho se me ocurrió, sin que tuviera que ver con mi propia situación, que un piano hace una casa. Tiempo después alguien me comentó que le gustaría que sus hijos aprendieran música. Le aconsejé: compra una guitarra y cuélgala en la pared, y ya. Uno de sus muchachos toca ahora, y me dicen que muy bien, el trombón. Según mi punto de vista, funcionó. En casa hay un piano (electrónico) que nunca oímos (el ejecutante, mi hijo, prefiere tocarlo con audífonos). No fue idea nuestra el comprarlo, fue suya. Pero pienso que sin saberlo continuó la mía.

La continuidad del impulso, la fidelidad a los impulsos, es, aun cuando no lo parezca, el tema de esta entrega.

 
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