Usted está aquí: domingo 5 de octubre de 2008 Opinión Cumbia callera

Carlos Bonfil

Cumbia callera

Cumbia callera afuera de un Congreso de Cultura. De los temas expuestos y discutidos en el primer Congreso de Cultura Iberoamericana, dedicado al Cine y Audiovisual, que concluyó ayer en la ciudad de México, destacan la defensa de un cine de autor que, de acuerdo con el escritor español Román Gubern, conoce hoy un nuevo auge en todo el mundo.

La necesidad también de adecuar, según Carlos Monsiváis, el periodismo fílmico a una realidad muy cambiante que ha hecho de la frecuentación del cine en video y de las series televisivas, un referente clave en muchas conversaciones, en grado más alto inclusive que la lectura, lo que se advierte en la contracción de las bibliotecas personales en beneficio de las videotecas caseras, y en el incremento incontenible de la cultura cinematográfica entre jóvenes de todos los niveles sociales.

La urgencia de diversificar y multiplicar las formas de distribución y exhibición alternativas para aquellas películas al margen del circuito comercial, procurando formas de promoción de boca a boca o de publicidad improvisada (una manta bien colocada es vista en media hora por un número considerable de peatones y conductores, fracción nada desdeñable que se arrebata al poder de los espectaculares), estrategias ensayadas por algún director uruguayo (Guillermo Casanova, El viaje hacia el mar), una cineasta de Paraguay (Paz Encina, Hamaca paraguaya) o un realizador mexicano (Francisco Vargas, El violín); o finalmente el reclamo encendido por parte del veterano Arturo Ripstein, de un mayor apoyo estatal (“un mecenazgo”) al cine de autor en México, cuando el discurso oficial, de estrabismo triunfalista tanto en cultura como en economía, privilegia hoy un criterio de cantidad (70 películas al año, la meta feliz), sobre el de calidad (algo discutible, por decir lo menos), para presumir el arribo inminente de una nueva época de oro.

Lo que en realidad sucede es que el cine mexicano al que el Estado dedica su mayor empeño es aquel de mayor recuperación en taquilla, el más apegado a la idea neoliberal de un producto cultural de consumo masivo, y el de contenidos más inocuos, el cine con más de 500 copias, capaz de competir en casa con los productos hollywoodenses, capaz de transformar, por ejemplo, un bestseller sentimental en un rentable corredor turístico.

El otro cine, el llamado cine independiente (eufemismo para menesteroso), tiene como destino natural quedar arrinconado en unas cuantas salas, salir del mercado de exhibición a la primera semana, o ser desplazado a los cines de la periferia urbana, mientras se averigua si vale la pena concederle un mejor sitio.

Es el cine que surge sin distribuidores (El violín), o es sacrificado en poco tiempo (Drama/Mex, de Gerardo Naranjo), o marginado con 14 copias a los sitios más lejanos de la capital mexicana, como Cumbia callera, de René Villarreal, una cinta notable por su originalidad y frescura –una película filmada en Monterrey– y muy alejada, según su director, del cine que se hace en el centro del país.

“Es, continúa el realizador, un musical silencioso donde los personajes hablan e interactúan, aunque no escuchas lo que dicen y a final resulta irrelevante; una cinta basada en lo que vives y sientes, difícil por ello de encajonar en un género.”

Los diálogos son mínimos, casi inexistentes, y la acción la narra un conjunto de cumbias y vallenatos interpretados por diversos músicos, pero de modo especial por el representante máximo, el regiomontano Celso Piña.

El cineasta, por largo tiempo asistente de dirección (Jorge Fons, Alfonso Cuarón, Tommy Lee Jones, entre otros), explora en su primer largometraje un sector de la capital neolonesa, la colonia Independencia, donde desde hace décadas ganan popularidad los ritmos colombianos, desarrollando como en otros barrios vecinos, una subcultura original, la Colombia Monterrey, el recinto de sonideros más popular de la región.

Tres adolescentes cholos, La Cori (Fernanda García Castañeda), El Neto (Oliver Cantú), El Guipirí (Andul Zambrano) entrecruzan en el barrio sus historias afectivas. La trama es mínima: uno de los jóvenes, el Neto, es aficionado al video y se obsesiona por la Cori, una ladrona de poca monta, a quien acosa y filma incesantemente, hasta volverla protagonista de sus videoclips musicales, desafiando primero al novio de la chica, un graffitero artístico, acomodándose después con él en un alivianado arreglo de trío erótico y sentimental. Actores no profesionales, pista sonora estupenda, un tratamiento narrativo al margen de la rutina, y una exploración perspicaz de las conductas juveniles en sectores populares.

El itinerario de esta cinta es previsible: del arrinconamiento impuesto ganará otras zonas de visibilidad a través del video, de ahí pasará a la Cineteca Nacional o al circuito cultural universitario, seguirá ganando premios en los festivales, y obtendrá a la postre el reconocimiento que merece.

Se exhibe en Cinemark Churubusco y en 13 salas de la periferia urbana.

 
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