Mar de Historias
Sin retorno
Julián va tenso, observando las torpes maniobras del chofer por la carretera desigual carcomida de baches. Supone que el conductor debe tener la misma edad que él tenía cuando se fue a Estados Unidos con dos mudas de ropa en una mochila ajena y miles de proyectos sellados con el signo de dólares.
Para entrar en Berriozábal es necesario darle la vuelta al pueblo y tomar una curva cerrada que lleva al paraje de Los Gatos. En ese punto el intenso bamboleo del autobús despierta la inquietud de los pasajeros: “¡Dios Santo…” “¡Cuidado!” “Nos vamos a despeñar”. Julián es el único que protesta:
–Oye, brother, fíjate en cómo manejas.
El chofer le lanza una rápida mirada por el espejo que cubre la parte superior del parabrisas:
“No es mi culpa que haya tantos baches”.
Julián guarda silencio. Cuando viajó al otro lado había el proyecto de modificar el punto de la carretera donde tres cruces advierten de su peligrosidad. Al salir de Berriozábal, él prometió que en cuanto se estableciera en Nueva York organizaría a sus conterráneos para hacer un fondo común destinado a solucionar las carencias del pueblo y construir una terminal más accesible y segura que evitara el paso por Los Gatos. Lo entristece que ese proyecto, como tantos otros, haya caído en el vacío y que en el pueblo, después de nueve años, todo siga igual. “Si no es que peor”, agrega.
II
La muchacha que viaja al lado de Julián se frota los brazos:
–Nadie me advirtió que aquí hiciera tanto frío. Con decirte que lo estoy sintiendo más que en Chicago –ladea la cabeza y lo interroga sin mirarlo: –¿De dónde vienes?
–De Nueva York –la observa de reojo: –¿Por qué?
–¡Qué casualidad! Allá tengo un primo. Se llama o se llamaba, no lo sé, Liborio Hernández. No creo que lo hayas conocido porque aquello es muy grande –su tono se opaca: –la última vez que me habló por teléfono le dije a mi primo que pensaba quedarme en Chicago y ahora ni cómo avisarle por dónde ando.
–¿Eres de aquí? –pregunta Julián esforzándose por reconocerla.
–No, de Charcas pero preferí venirme a Berriozábal. Aquí tengo un conocido: Ismael. Trabajamos juntos en una lonchería, pero hace cuatro años se regresó para casarse con su novia. Ella atiende la caseta telefónica y necesita alguien que la ayude con sus tres niños.
–A Ismael no lo conozco; a Delia, mucho. Nada menos hace dos semanas le pedí que me comunicara con mi jefa. Quise avisarle que venía de retache porque allá la cosa se ha puesto muy dura y se va a poner peor. Las obras están suspendidas, hay poco trabajo y bajaron los sueldos a la mitad –Julián se interesa: –¿Charcas está lejos?
–En San Luis Potosí. Allá vive toda mi familia –la muchacha adivina la pregunta en la mirada de Julián: –le pagué al coyote con el dinero que me dio mi papá. Lo juntó vendiendo sus animales y pidiéndole la mayor parte a un agiotista. Con lo poquito que llegué a mandarles apenas cubrieron una parte de la deuda.
“Falta muchísimo y no me atreví a decirles que ya no tenía trabajo. Si me regresara con mi familia sólo iba a causarle gastos. Se me hace feo. Si un día puedo…”
Se escucha un estallido. El autobús se ladea y los pasajeros se alarman. El chofer apaga el motor:
–¡Se fregó una llanta! –de un salto baja del camión. Varios hombres lo siguen para brindarle ayuda.
–¡Qué lástima! Cuando ya casi estábamos llegando –murmura una joven con un bebé en brazos.
–¿Se irán a tardar mucho? –pregunta desde el último asiento un hombre envejecido, con sombrero de palma y makinof.
–¡Melitón! –grita Julián en cuanto lo reconoce.
–¿Julián?
–¡Ey! –Julián se aproxima a su antiguo conocido: –¿viene de visita o a quedarse?
–Mi intención es quedarme, pero si no hallo trabajo me pelo otra vez.
–¿A poco piensa volver a los iunaites?
–No, allá andan muy fregados y no tardan en estar peor que nosotros –Melitón sonríe con amargura:
–¡Quién lo hubiera dicho! Y tú, ¿qué jáis?
–Pos igual, vengo a ver qué, pero sin demasiadas esperanzas. Mi hermano Erasto me dijo que ahora hay menos trabajo, porque como muchos se han regresado para acá la chamba está peleadísima –Julián se despoja de la cachucha con el emblema de una empresa constructora: –debí hacerle caso a Sixto cuando me invitó a que me regresara a Berriozábal con él. No quise porque tenía trabajo, pero me duró bien poquito y ya ni siquiera pude mandarle sus centavos a mi jefa.
–Estará contenta de volver a verte.
–¡Seguro! El día en que me despidieron en Berriozábal todo el mundo iba contento, sólo ella lloraba pensando que a lo mejor no volveríamos a vernos –Julián sonríe: –cuando nos veamos, de seguro volverá a llorar. Así es ella: de tristeza o de alegría, siempre chilla.
El chofer se asoma por la puerta y pide a los pasajeros que desciendan para aligerar el autobús mientras termina la compostura. La vecina de Julián le pregunta si puede quedarse porque abajo debe hacer más frío.
–No le pida permiso, él no es nadie –le aconseja Melitón al pasar junto a ella. –Se ve que esto va para largo.
–¡Pinches camiones! Creo que son los mismos desde que mi jefe trabajaba en esta línea –protesta Julián.
–Estabas muy chamaco. ¿A poco te acuerdas? –Melitón observa las maniobras del chofer y sus ayudantes. –Lo dicho: va pa’ largo.
–¿Lo están esperando en su casa?
–Fíjate que yo quería sorprender a la familia, pero me entraron las ansias de verla y le avisé a Isaura para que viniera a recibirme a la terminal junto con los hijos. Total, por perder un rato de clases no se van a morir. Llevo 11 años viéndolos crecer en foto. Espero que los cabroncitos me reconozcan y si no, ¡pos me presento con todos mis generales! ¡Ríete! ¿No ves que estoy bromeando? –Observa a los hombres que, en mangas de camisa, siguen trabajando al lado del autobús: –vente, vamos a echarles una manita a esa bola de inútiles incapaces de sacar un perro de una milpa.
–Ya son muchos y por eso se están haciendo bolas. Vaya usted si quiere. Mientras, aprovecho para echar una firmita.
III
Julián se aparta de la carretera y camina por el campo. Levanta una vara y, como hacía de niño, golpea la hierba seca. Entonces imaginaba que era un aventurero abriéndose camino hacia el norte; ahora no es capaz de imaginar nada. Interrumpe sus pensamientos el grito de su vecina del autobús:
–¿Piensas seguir a pie? –La muchacha lo alcanza:
–Movían el camión bien feo y me dio miedo que fuera a caerse. ¿De veras no tienes frío? Yo me estoy congelando.
–Espérame, voy por un suéter que traigo en mi mochila. –Julián regresa y le ofrece la prenda: –te va a quedar medio grande, ¿no le importa?
–No. En cuanto lleguemos te lo regreso. –Sin que Julián se lo pida sigue acompañándolo: –¿Desde cuándo se te metió en la cabeza irte a Estados Unidos?
–Uh, desde muy chamaco, porque veía que todo el mundo se iba para allá dizque a ganar mucho dinero. Hubo un tiempo en que quedamos en Berriozábal sólo viejos y niños. Ah, pero eso sí: la de casas que se construyeron en esa época con el dinero que mandaban los paisanos. –Julián se emociona: –había tanto trabajo que llegaban hombres de todas partes ofreciéndose como albañiles.
–¡Qué bien!
–Pues ni tanto, porque los campos de los alrededores quedaron abandonados. Después los nuestros también. Muchos berriozabaleños tenían familiares en Memphis, Columbus, Wichita, Toledo, que les aconsejaban jalarse para allá a ganar en dólares. Mi padre no se fue con mis tíos porque se lastimó un ojo con una púa. De milagro lo salvó, pero ve medio mal.
–Y tú te fuiste por eso.
–En cierta forma sí. Al principio la pasé gachísimo, sufriendo de todo. Nunca me fue muy bien que digamos, pero al menos pude mandarle algo de dinero a mi familia; sin embargo, la cosa tronó y se puso bien fea. –Julián se mira las manos: –tantos años de batallar para volver igual que como me fui y puede que hasta peor: entonces tenía mis esperanzas en el norte, ahora no tengo ni eso.