¿Fuera del mundo?
Asistimos, sostiene Rogelio Ramírez de la O, “a la pérdida de riqueza más cuantiosa en la historia del mundo”. Por su parte, David Ibarra nos habla de una “debacle en el sistema financiero mundial (que) marca el comienzo de una era económica distinta”. La semana pasada, Stiglitz advertía que lo ocurrido en Wall Street era para el mercado “lo que la caída del Muro de Berlín fue para el comunismo”, mientras que Paul Krugman sostenía este viernes que la economía estadunidense se mueve al “borde del abismo”.
Desde esta matriz inicial de la crisis, a la que habría que añadir las entregas de León Bendeski y Alejandro Nadal en estas páginas, puede proponerse que el estallido de la burbuja y su inevitable secuela recesiva afectará el desempeño de nuestra economía y tocará tejidos esenciales de nuestra frágil cohesión social. El temor por la moneda, por ejemplo, se ampliará ahora al miedo ante el desempleo y la reducción del flujo de remesas no hará sino agravar la inseguridad e incertidumbre de regiones enteras del país, donde apenas se sobrevive. La ocupación “decente” se volverá evanescente horizonte y el trabajo informal seguirá su marcha impetuosa en las ciudades.
El fin de una época puede parecer panorama mayor, pero no se habla de otra cosa en la sede de la fábrica de ilusiones en que desde fines del siglo pasado se convirtió el discurso neoliberal. Ocurre lo mismo en las capitales del mundo desarrollado y en desarrollo, donde se abre paso una hipótesis cada vez más acabada que de la defensa inmediata de las economías nacionales debe transitarse a la búsqueda de alternativas para una arquitectura financiera internacional cuyos ejes dominantes se fundieron a los ojos de todos, en televisión y en línea. El espectro de 1929 vuelve a recorrer el mundo.
Se trata de una gran referencia pero al final sólo de eso. Lo que está en juego hoy es el hundimiento de una estructura enorme e interconectada que no deja a nadie intacto. La metáfora de la mariposa se vuelve lugar común en la City o el Tesoro americano, mientras las bolsas del mundo no tienen tiempo ni para aconsejarse. Simplemente se van entre los suspiros de sus apostadores.
Falta todavía la réplica del terremoto financiero en lo que solía llamarse la economía real, pero pocos parecen dudar de que el declive en la producción y el empleo globales será mayúsculo. La especulación sobre el “desacoplamiento” de Asia y ¡hasta de México!, pasa al arcón de los buenos deseos y el sálvese quien pueda no puede con la sensación de que todos estamos en el mismo barco… y no necesariamente para bien.
La interdependencia creciente de las economías y los hombres ha servido como sostén de un discurso elemental en contra de proyectos nacionales, de trazo idiosincrásico para el desarrollo o la organización de estados y naciones. No sirve más, porque la receta única se desplomó con las bancas de inversión y la mayor intervención estatal de que se tenga memoria, precisamente en la tierra del libre mercado. Empeñarse en esta visión no será sino muestra eficiente de que se carece de ella, de que se renunció a tenerla en aras de un modelo que no sólo reducía la realidad sino la inventaba, dando lugar a todo tipo de espejismos utópicos y destructivos.
A la asunción del principio de interdependencia de seres, sociedades y economías, hay que agregar ahora otro criterio maestro que el neoliberalismo quiso hacer olvidar: el de la desigualdad del desarrollo internacional que a su vez, y precisamente por los efectos de la interconexión global, reclama la configuración de estados que recojan la realidad específica de las sociedades y culturas nacionales, como condición fundamental de supervivencia y para una inscripción virtuosa, diría el optimista, en una economía mundial que se globaliza mediante tormentas y temblores.
La terra trema, diría Visconti, y no sólo en el Norte atribulado por sus propias imaginaciones y codicias, sino debajo de nosotros. Si los sensores de Hacienda funcionan o no, lo sabremos esta semana cuando la vicepresidencia anuncie sus nuevos cálculos sobre la perspectiva económica y proponga ajustes al presupuesto.
Si la inercia y el dogmatismo mandan, habrá que prepararse para lo peor porque lo que resultará será no sólo un presupuesto raquítico sino horadado y deformado por la avidez disfrazada de federalismo y lo que queda del corporativismo. El peor de los escenarios que podamos imaginar.
Al respecto, no puede sino atemorizar el rumor que trasmina las columnas financieras y que se vuelve extraño eco en diputados audaces: dado que la economía va a caer, los gastos públicos tendrán que ir a la baja porque así lo manda la ley de ¡Responsabilidad hacendaria! De ocurrir tal cosa, la ley se habrá respetado pero poco quedará de Estado para hacerla valer.
La necesidad se volverá indigencia y la sobrevivencia dejará de ser “sistema” y cimiento para la precaria vida en común de que disponemos. Un todos contra todos cuando lo que hay es muy poco.