Editorial
Chiapas: de Wolonchán a La Trinitaria
El pasado viernes, un violento desalojo efectuado por policías federales y estatales dejó un saldo de seis muertos y una decena de heridos, casi todos habitantes del ejido Miguel Hidalgo, ubicado en el municipio de La Trinitaria, en el estado de Chiapas. El grado de brutalidad de los elementos de las fuerzas públicas llegó a extremos indecibles: durante el desalojo, según testigos, los policías “golpearon indiscriminadamente a niños, mujeres y personas de la tercera edad”, dieron el tiro de gracia a tres heridos de gravedad y asesinaron a un conductor que los trasladaba a un hospital en Comitán.
Esta injustificable masacre ocurre con el telón de fondo de un conflicto entre el Instituto Nacional de Antropología e Historia y campesinos de la región, quienes denuncian al organismo federal por el ostensible abandono de la zona arqueológica de Chincultik. El pasado 7 de septiembre, los ejidatarios tomaron las ruinas mencionadas con la intención de que sea el propio ejido el que las administre; el instituto, en respuesta, presentó una denuncia penal contra los responsables de la ocupación, que derivó en tragedia.
Los hechos referidos se insertan en un panorama general de criminalización, persecución y represión de las manifestaciones de descontento social y tiene, en ese sentido, elementos en común con los lamentables episodios ocurridos en Texcoco-Atenco, Sicartsa y Oaxaca a finales de la administración pasada e inicios de la actual.
Adicionalmente, los sucesos que se comentan apuntan al resurgimiento, en Chiapas, de una inveterada tradición de violencia represiva contra las protestas indígenas y campesinas, ahora bajo el gobierno de Juan Sabines Guerrero. Es pertinente recordar que, si bien el actual mandatario arribó al poder en la entidad bajo el signo del Partido de la Revolución Democrática, su administración se ha caracterizado por reciclar algunos de los personajes más nefastos del viejo priísmo chiapaneco, así como por refrendar alianzas políticas impresentables, como la que mantiene con Roberto Albores Guillén, ex gobernador de la entidad y entusiasta promotor de las políticas de contrainsurgencia emprendidas durante el sexenio de Ernesto Zedillo.
En ese sentido, la matanza de La Trinitaria remite inevitablemente a la ocurrida hace casi tres décadas –el 30 de mayo de 1980– en Wolonchán, municipio de Sitalá, que tuvo sus orígenes en los reclamos no atendidos de las comunidades indígenas. De manera significativa, el gobierno estatal de entonces era encabezado por Juan Sabines Gutiérrez, padre del actual mandatario y cuya administración se caracterizó por favorecer la estructura corporativa del Partido Revolucionario Institucional mediante el fortalecimiento de la Confederación Nacional Campesina en la entidad, y por perseguir y reprimir a los movimientos campesinos populares y a las organizaciones independientes.
En suma, lo ocurrido en Chiapas da cuenta de que, a pesar de la alternancia de siglas y colores al frente del poder en la entidad y en el país, prevalecen inercias vergonzosas e inaceptables en el ejercicio del poder público, que conducen a la comisión de prácticas de atropello y barbarie. La sociedad debe demandar que el crimen cometido este viernes en La Trinitaria no permanezca impune.