Usted está aquí: jueves 2 de octubre de 2008 Política Gustavo Díaz Ordaz y la guerra fría

Soledad Loaeza
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Gustavo Díaz Ordaz y la guerra fría

El movimiento estudiantil mexicano del verano de 1968 fue también una crisis de guerra fría. Ciertamente, no fue un enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética como el que había ocurrido seis años antes en Cuba a propósito de la instalación de misiles nucleares. El gobierno de Gustavo Díaz Ordaz no estaba amenazado por un levantamiento comunista, sino por la paranoia del gobierno de Lyndon Johnson, quien, después de Fidel Castro y empantanado en Vietnam, no tenía paciencia para lidiar con pequeños desafíos en su esfera de influencia. En 1962, Washington había financiado la fallida invasión de opositores cubanos en Bahía de Cochinos; en 1964 se produjo un enfrentamiento entre estudiantes panameños y tropas establecidas en el Canal, del que resultaron varios muertos; ese mismo año cayó el presidente brasileño Joao Goulart, víctima de un golpe militar que tuvo el pleno apoyo de la Casa Blanca; en abril de 1965, con el pretexto de proteger la vida de estadunidenses en República Dominicana, desembarcaron en la isla más de 42 mil marines para combatir a las fuerzas que buscaban restablecer el gobierno democrático de Juan Bosch, que había sido depuesto dos años antes por grupos favorables al dictador Trujillo.

En 1966, ante la Cámara de Representantes en Washington, Díaz Ordaz sostuvo que “los más peligrosos agitadores son el temor, la insalubridad, la falta de pan, de techo, de vestido y de escuela”. De hecho, su postura oficial fue siempre que la pobreza era la principal causa de inestabilidad política; y le inspiraban desconfianza las presiones de embajadores y funcionarios estadunidenses que desde los años 50 consideraban que los gobiernos de México –y, en general, de toda la región latinoamericana– subestimaban la fuerza, o por lo menos, el potencial desestabilizador de los comunistas. Peor todavía, desde principios de los años 60 la embajada de Estados Unidos en México expresaba claros temores respecto de la estabilidad política del país, e incluso en algún momento dudó que el presidente Adolfo López Mateos concluyera su mandato constitucional. (Citado en: Soledad Loaeza, “Gustavo Díaz Ordaz y el colapso del Milagro Mexicano”, en Ilán Bizberg y Lorenzo Meyer, Una historia contemporánea de México, México, Océano, 2005). Thomas Mann, embajador en México en 1962, intervino de manera muy activa en las decisiones en relación con la invasión a Dominicana en tanto que responsable de asuntos interamericanos en el Departamento de Estado.

Mucho se habla de la “relación especial” entre Estados Unidos y México, que normalmente se entiende como un margen de autonomía en materia de política exterior, que le permitió al país, por ejemplo, mantener relaciones con Cuba, a diferencia de las demás naciones latinoamericanas que rompieron con el régimen de Fidel Castro a instancias de Washington. No obstante, mucho más importante que la relativa independencia de la diplomacia mexicana fue la limitada intervención de los estadunidenses en la política interna, en contraste con lo que ocurría en la mayor parte del hemisferio. Los documentos oficiales del gobierno de Estados Unidos muestran, primero, que había un auténtico temor de despertar a la bestia nacionalista mexicana, y, segundo, que confiaba ampliamente en la capacidad del sistema político para resolver los conflictos que se presentaran. Si miramos los desastres que provocó el intervencionismo de Estados Unidos en Brasil o Chile, por ejemplo, habría que reconocer las ventajas de esa “relación especial”. Este respeto se fue agotando en el tiempo.

A mediados de 1967, la revista US News and World Report –cercana al Departamento de Estado– publicó un reportaje según el cual el gobierno mexicano no podía responder a los retos que planteaba la pobreza y no tenía “energía para actuar contra la creciente subversión”, y que “mexicanos prominentes” aseguraban que pediría a Estados Unidos tropas para “salvar a México del comunismo”.

El 15 de junio siguiente, en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, Díaz Ordaz, visiblemente emocionado y en un tono casi de pánico, afirmó que “por ningún motivo, en ningún caso, en ninguna circunstancia” el gobierno pediría a otra nación que interviniera en asuntos internos, “preferimos millones de veces la muerte antes que solicitar soldados del exterior para que vengan a imponer el orden interior”.

La reconstrucción de esta dimensión de la crisis de 1968 no busca exculpar a nadie ni mucho menos. Se trata de identificar las restricciones que pesaban sobre las decisiones del gobierno, los costos del control sobre la información política y su efecto en torno a los reflejos autoritarios de que fueron víctimas los universitarios y politécnicos de entonces.

 
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