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■ Bush en la cima de la impopularidad
■ Manga ancha para los barones de la especulación
Ampliar la imagen El presidente George W. Bush ayer, durante una reunión para tratar el tema del rescate financiero Foto: Reuters
Al ver el tiradero que deja tras ocho años como inquilino de la Casa Blanca, George W. Bush se animó a decir que “estamos en emergencia”. La referencia, se supone, es al desastroso panorama económico-financiero que priva en Estados Unidos, producto de la enorme manga ancha que concedió a los barones del dinero y la especulación, quienes, en complicidad con el texano, no dejaron títere con cabeza.
Sin embargo, el “estamos en emergencia” puede ser producto de un descuidado acto reflexivo. De siempre carismático, Bush júnior está muy cerca de lograr el premio mayor por su actuación al frente de la Casa Blanca (a la que llegó tras un cuestionadísimo –léase fraudulento– proceso electoral), es decir, convertirse en el presidente más impopular de Estados Unidos de cuando menos las últimas siete décadas. Sólo le faltan unos cuantos puntos porcentuales (tres según la encuestadora Gallup; cinco, de acuerdo con la firma Harris) para empatar con la hasta ahora histórica medalla obtenida en 1951 por Harry Truman, y apenas un chisguete para desplazar a éste de la primera posición.
A lo largo de ocho años cometió todo tipo de errores, excesos y aberraciones que lo fueron posicionando para tan preciada presea. Y la cereza del pastel la aportó el propio Bush cuando anunció a los cuatro vientos su plan de “rescate” de los banqueros y especuladores con recursos fiscales, en medio de un creciente déficit alimentado por su aventura guerrera y comercial en Irak, notificación que de plano no les gustó a los normalmente cabizbajos pagadores del sempiterno festín de los barones y socios en la política, pero tampoco, por el enorme costo electoral que implicaría el aval en automático, a los legisladores en vías de reelección, y mucho menos a los candidatos a la presidencia estadunidense, con todo y que John McCain la tiene amarrada.
Ya los contribuyentes de aquel país no sienten lo duro sino lo tupido por el voluminoso déficit impulsado por el texano y el no menos abultado costo económico de la invasión a Irak (560 mil millones de dólares, hasta la tarde de ayer, de los que todos han salido de sus bolsillos, y sin más resultado concreto que los excelentes negocios que Bush y pandilla hacen a costillas del petróleo de aquella nación “liberada”), y ahora, sin más, graciosamente les notifican por la tele que el “salvamento” del sistema financiero-especulativo correrá por su cuenta.
Podría creerse que el “estamos en emergencia” pronunciado por Bush júnior resumía su política económica en sus casi ocho años de estadía en la Casa Blanca, tras dos periodos presidenciales, a lo largo de los cuales se registraron dos recesiones (la segunda más devastadora que la primera, aunque algunos la llamen “catarrito”) de alcance mundial. Pues bien, en esos ocho años (felizmente por concluir) la economía estadunidense, el “motor del mundo”, arroja un balance desastroso con una tasa anual promedio de “crecimiento” de 2.1 por ciento (amén de un incremento de 32 por ciento en la tasa de desempleo abierto), o lo que es lo mismo, una proporción 45 por ciento inferior a la registrada en los dos periodos presidenciales de Bill Clinton (1993-2001), su predecesor.
En materia económica, el texano se estrenó en la Casa Blanca con su primera recesión y un deplorable resultado: 0.2 por ciento de “crecimiento” en 2001. Su garbanzo de a libra se registró en 2003, año de la invasión a Irak: 3.7 por ciento, la mayor, y por mucho, en sus ocho fructíferos años en la presidencia estadunidense. En su primer cuatrienio, la tasa anual promedio fue de 2.23 por ciento; la del segundo, si bien va, de 2 por ciento.
Con esos resultados, más lo que acumule de aquí al próximo 20 de enero, sin duda alguna George W. Bush logrará el indiscutible primer lugar en lo que a impopularidad se refiere.
De acuerdo con la más reciente encuesta de la firma Harris (con resultados al 27 de septiembre pasado), que difundió la agencia española Efe, tan sólo el 29 por ciento de los estadunidenses consideraron que Bush “está haciendo un excelente o buen trabajo” como presidente. En abril, según esa misma empresa, en enero de 2008 los que pensaban así representaron 43 por ciento del total, y en abril se redujo a 33 por ciento. Parece que es lo único que el texano ha hecho bien, porque el sábado anterior esa querencia se redujo a 29 por ciento, “sólo equiparable en los últimos 50 años al obtenido por Jimmy Carter en 1979; estas cifras colocan a Bush en la lista de los presidentes menos aceptados de la historia reciente de Estados Unidos, que encabeza Harry Truman (…), la cual cayó a 24 por ciento en la primavera de 1951, después de retirar al general Douglas MacArthur del mando de las fuerzas de su país en Corea, durante la guerra en ese país, y aún hoy, esa cifra representa el mínimo histórico de la popularidad presidencial”.
Con base en los resultados de Harris, la agencia Efe señala que “en la lista de los impopulares también se encuentra Richard Nixon, que alcanzó el 31 por ciento en agosto de 1973, cuando la guerra de Vietnam era cada vez más difícil y empezaron a salir a la luz los datos de espionaje político del caso Watergate, así como Carter y el propio George Bush padre. Carter, que hasta ahora y después de Truman, es el único que había caído hasta el 29 por ciento de aprobación, pagó ese precio por la crisis de los rehenes en Irán, y a Bush padre, que se situó en 32 por ciento en 1992, la economía le costó la popularidad y la reelección”.
Pero eso fue el viernes anterior, porque ayer la encuesta de la empresa Gallup llevó su “popularidad” a tan sólo 27 por ciento. Y falta lo mero bueno.
Las rebanadas del pastel
Allá por enero de 2006, el subdirector gerente del FMI subrayaba que México “debe crecer en materia económica de manera más vigorosa, porque es claro que los beneficios de la macroeconomía no han llegado a los mexicanos de menores ingresos”. Hoy, ese mismo personaje es secretario de Hacienda del calderonato, se llama Agustín Carstens y es feliz con una perspectiva de “crecimiento” (según versión oficial) de 2.4 por ciento, si bien va. Cierto es que no es lo mismo ser cantinero que borracho.