Usted está aquí: lunes 22 de septiembre de 2008 Opinión Guillermo Haro

Elena Poniatowska/ II

Guillermo Haro

Ampliar la imagen Panorámica de la sierra de la Mariquita, en Cananea, Sonora, sede del Observatorio Guillermo Haro, del INAOE Panorámica de la sierra de la Mariquita, en Cananea, Sonora, sede del Observatorio Guillermo Haro, del INAOE Foto: José E. García B.

Guillermo Haro es el fundador de la astronomía moderna en México. Pertenece a ese pequeño grupo de hombres que amaron a México más que a sí mismos. Habría que recordar que por algo su segundo nombre fue Benito.

A lo largo de su vida tuvo una sola aspiración: el bien de México, el progreso de México, la libertad de México, la formación de jóvenes físicos, ópticos, electrónicos, biólogos marinos, que después de obtener su doctorado en las mejores universidades sacaran al país adelante.

Al igual que Luis Enrique Erro, quien decía que “el carácter de los jóvenes se templa en la adversidad”, y con ese motivo daba unas palizas de padre y señor mío, la exigencia de Guillermo Haro era muy grande y en él era natural el ejercicio de la frase lapidaria. Su vocación de fiscal saltaba a la vista. Irónico, ejercitaba su ingenio con mucha constancia. Contundente, rotundo, inapelable, agudo en sus juicios implacables, cuando creía en un joven, le daba su lugar, lo convertía en su compañero, lo reconocía, quería ayudarlo en todo con enorme generosidad. No importaba la diferencia de edad, se volvía virtualmente un hermano mayor.

Así le sucedió a Fernando Broder en Tonantzintla, que tocaba a su puerta a la una de la madrugada y le pedía que lo llevara a Puebla a comprar cigarros y el ogro accedía, simplemente porque admiraba la inteligencia de su estudiante. Haro tenía la pasión de la inteligencia, pero también la de la amistad, la del amigo que se transforma en hermano, y de pronto, por una decepción se acaba todo, y entonces se sufre una barbaridad.

Pasaba muy fácilmente de la conversación al debate, del debate a la discusión y de allí al pleito. Guillermo se iba exasperando cada vez más y defendía con furia las grandes causas sociales: la Revolución guatemalteca y más tarde condena la invasión de Guantánamo. Sabía protestar con una elocuencia tan vigorosa que entusiasmaba a sus oyentes. Decía que iría a Estados Unidos cuando Estados Unidos nos devolviera Texas, pero lo que más le angustiaba era lo que podría causarle daño a la universidad.

En el joven Guillermo había un sentimiento de responsabilidad moral muy poco común. Años más tarde, los trabajadores quisieron crear un sindicato en Tonantzintla y se enfureció: “Cuando trabajen tanto como yo, entonces aceptaré que me hagan un sindicato”. Después cedió, pero siempre condenó la corrupción del sindicato de maestros y del de Petróleos Mexicanos. Consideraba que la corrupción sindical era parte de la política mexicana y la responsabilizaba por el atraso de nuestro país. Amigo de defensores de sindicatos limpios, se acercó a Armando Castillejos, Carmen Merino, Carlos Fernández del Real, en 1968, cuando amigos como José Revueltas y Eli de Gortari cayeron en la cárcel al lado de los estudiantes. Allá fue los domingos a visitarlos. Solidario, años más tarde, en Tonantzintla, le afectó la muerte fulminante del joven ingeniero en electrónica Eduardo de la Rosa, y le dio vueltas y vueltas durante días. La relacionaba con su propia muerte, zas de golpe, y sin sufrir.

Si Guillermo Haro en algunas cosas parecía jacobino, era demasiado inteligente y demasiado creativo –pocos pensamientos tan originales como el suyo– para ser sectario. Extraordinario crítico literario, leía muchísimo (regresaba siempre a Goethe, a Joyce, cuyo Ulises admiraba, porque en él hizo una descripción maravillosa de lo que es el cielo y puede ser la astronomía; a Thomas Mann; (sobre todo José y sus hermanos) la Paideia, de Jaeger; Shakespeare; Kafka, y le fascinaron México y sus revoluciones, de José María Luis Mora. Se mantenía atento a la literatura mexicana actual gracias a México en la Cultura, y sus juicios eran lúcidos, certeros y muchas veces demoledores, tanto, que aventaba el libro contra el techo. “No lo levantes, no vale la pena”.

Su ironía no tenía paralelo. Fue él uno de los que propuso a Octavio Paz como miembro del Colegio Nacional, y se convirtió en uno de los apasionados partidarios de Gunther Gerszo, Rufino Tamayo, Francisco Toledo y Vicente Rojo. Juan Soriano se ganó su simpatía porque se presentaba con su cuaderno en la Torre de Ciencias para seguir cursos de astronomía.

Compartir la vida de un hombre de esa estatura, de ese calibre, fue un privilegio, pero también un reto, porque Guillermo no sólo se desafiaba a sí mismo, retaba a cualquiera que se le ponía en frente, fuera quien fuera. “¿Por qué no le tiras a algo grande en vez de entrevistar babosos?” –se irritaba conmigo.

Luis Enrique Erro era igualmente severo, y cuando Guillermo Haro llegó a dirigir al mismo tiempo los observatorios de Tacubaya y de Tonantzintla reprodujo con los jóvenes mucho del comportamiento que el propio Erro tuvo con él. Quería que investigaran y publicaran, que estuvieran al día tanto en la universidad como en la academia. En el Colegio Nacional ningún miembro podía dormirse sobre sus laureles. Así, por ejemplo, marcó sus diferencias con Alberto Barajas, Carlos Graef Fernández y Nabor Carrillo, pero recordaba con gusto una frase de Barajas: “Cuando nos reíamos, nos sentíamos dioses”.

Impulsar la ciencia en México sigue siendo una empresa titánica, y aunque Copérnico, Kepler, Galileo y Newton eran sus gigantes, Guillermo luchó solo y tuvo que confrontar la ignorancia y la cerrazón de los políticos que no se habían puesto al día, desde el ex presidente Manuel Ávila Camacho, a quien Luis Enrique Erro invitó a ver los adelantos del Observatorio de Tonantzintla. Para el presidente, todo lo que sucedía allí era misterioso y preguntó cómo y con qué trabajaban, y cuando Erro y Haro respondieron que con espectros, el presidente exclamó: “¡Ay, nanita!”, porque nunca imaginó que las estrellas novas descubiertas se revelaban por primera vez en placas espectográficas. El “¡Ay, nanita!” del ignorante sigue vigente; los políticos y los empresarios no tienen idea de lo que es la ciencia y creen que no hay que invertir en ella ni en tecnología porque podemos importarla de Estados Unidos.

En la ciudad de México, Guillermo Haro se levantaba en la madrugada lleno de energía para acudir a las distintas citas con los secretarios de Estado que habrían de apoyar su proyecto, pero a medida que pasaba el día iba desinflándose hasta la depresión. En la Secretaría de Hacienda, en la de Educación, en la de Comunicaciones le ponían toda clase de dificultades para la creación de un nuevo departamento científico o las becas a jóvenes científicos, y le enfurecían la impuntualidad, las antesalas, la burocracia, las secretarias que se pintan las uñas. También le enfurecían los rectores, y alguna vez le preguntaron en una conferencia por qué no tomaba la palabra, y respondió que hablaría en cuanto el rector de la Universidad Autónoma de Guerrero dejara de masticar su chicle, respuesta que causó estupor. Guillermo era de una exigencia constante, no sólo de una exigencia intelectual, sino moral.

En 1972, gracias a la ayuda de su amigo de infancia, Hugo Margain, entonces secretario de Hacienda, Guillermo le dio un impulso enorme al Observatorio de Tonantzintla, que languidecía, y lo convirtió en el moderno Instituto de Astrofísica, Óptica y Electrónica, INAOE. “¿Por qué no podemos fabricar nuestro propio vidrio óptico?, ¿por qué tenemos que depender de la Bausch and Lomb?” –se irritaba, y en 1973 inició en Tonantzintla el taller de óptica, bajo la dirección del doctor Daniel Malacara.

La casa se llenó de armazones de anteojos que los niños y yo nos probábamos y con los que bailábamos en torno suyo arrancándole por lo menos una sonrisa.

Agresivo, enérgico, combativo, impugnador, autoritario, obsesivo, a la vez optimista y pesimista, profundo en sus afectos, visionario, Haro marcó a todos los que lo trataron. Nunca durmió tranquilo, nunca dejó que se le asentaran las aguas. Inquieto siempre, imaginativo, era un ser de excepción. Discutidor obstinado, resultaba muy bravo a la hora de los debates. Imponía por su sola voz, y su personalidad era tan fuerte que en todas partes sobresalía. Haro pesaba. Aún sin hablar se volvía el centro de atención. Podía ser imprevisible. La gente lo veía hacia arriba, y uno de sus estudiantes lo describió como alto, siendo que no lo era.

Es difícil conocer a un hombre más aventado, más dispuesto a jugársela que Guillermo Haro.

 
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