Guillermo Haro
Ampliar la imagen Guillermo Haro Foto: Archivo de la familia Haro Poniatowska
Suele decirse que los hombres que se ocupan de los rayos cósmicos, de las longitudes de onda, de las radiaciones de luz, de la energía explosiva de los gases de las estrellas viven en su mundo y ese mundo –macrocósmico y microcósmico a la vez– les sorbe la vida y nada les apasiona más que un cuerpo celeste. Ver el cielo los inmuniza contra el apego a la tierra y la astrofísica los aleja a cien mil años luz de la vida cotidiana y los pesares del vulgo entregado a tareas comunes y corrientes.
Sin embargo, no hubo un día en la vida de Guillermo Haro en que no se preocupara por México y buscara el modo de sacarlo adelante. Guillermo Haro fue un hacedor. Por más que los visitantes al Observatorio de Tonantzintla le dijeran: “¡Qué feliz usted que vive en las nubes, absorto en las maravillas del cielo, apartado de este mundo y sus miserias!”, a Guillermo Haro lo enfermaba el retraso de nuestro país, su pobreza, la injusticia social y la corrupción política.
Estaba tan preocupado por el futuro de nuestro país que casi no vivía para sí mismo. A Guillermo en alguna ocasión le ofrecieron ser diputado y respondió a quien le traía la buena nueva: “No me ofenda”. Modesto, porque ¿cómo uno no puede ser humilde frente a la grandeza del universo? también desconectó personalmente los cables de un formidable equipo de televisión venido del Distrito Federal que pretendía no sólo hacerle una entrevista sino lanzar un reportaje sobre la astrofísica, la óptica y la electrónica en México. Acerbo, adusto, hosco, ante su autoridad los camarógrafos emprendieron la carrera.
Luis Enrique Erro, otro hombre magnífico, convenció en 1942 al entonces presidente de la República, Manuel Ávila Camacho de construir un observatorio y comprar una cámara Schmidt y Ávila Camacho puso una sola condición: que se hiciera en su estado. Luis Enrique Erro reclutó entonces a un Guillermo Haro de 28 años quien, fogoso como era participó en la instalación del nuevo observatorio y contempló con la cámara Schmidt desde la colina en lo alto del Valle de Cholula la estrella Polar a 19 grados sobre el horizonte Norte. Entonces las nubes de Escorpión y Sagitario, centro de la galaxia, iluminaban el cielo de febrero a octubre y en las noches despejadas y transparentes podía ver un extremo de la Nube de Magallanes. Con la cámara Schmidt estudió la Vía Láctea y al abrir los gajos de las cúpulas se dio cuenta de que los telescopios recorrían el mismo cielo que observan los astrónomos soviéticos y estadunidenses, los ingleses, los alemanes, los franceses, los chinos, los africanos, los argentinos, los chilenos o los australianos.
Guillermo Haro vivió en el pueblo de Tonantzintla, en casa de un campesino. Se hizo amigo de los Toxqui, los Tecuatl, los Tepancuatl, apadrinó a sus hijos al grado de que más tarde les construiría una escuela. Los hombres y las mujeres del campo lo querían por su seriedad, su laboriosidad y su modestia de auténtico hombre de ciencia.
En cambio, a Guillermo le avergonzó su pobreza y le irritó el sonido monótono del teponaxtle y la chirimía. Escuchó año tras año las campanadas de las iglesias y los cohetes que estallan siempre iguales. Mientras él se entregaba a la dinámica celeste en constante evolución, le encorajinaba ver que en el valle de Cholula nada cambiaba y sus compadres seguían arando con coa. ¡Ni un tractor¡ ¿De qué servía entonces descubrir en el cielo de Tonantzintla 12 estrellas Novas, super gigantes azules y rojas, nebulosas planetarias y variables asociadas al material interestelar si el pueblo seguía igual de atrasado y pobre? Sin embargo, Guillermo también era consciente de la fuerza de la sabiduría popular y la trascendencia que alcanzó la astronomía indígena. Cuando se despedía de su compadre Bernabé Toxqui, porque ya iba a subir a observar, éste le respondía: “No, hoy no va a poder”. “¿Por qué?” –preguntaba airado. “Porque las moscas andan volando muy bajo”. Y era cierto, la noche era mala como la canción.
Haro tenía un gran respeto por el que hace bien su trabajo ya fuera el de la limpieza o el de la confección de deliciosas quesadillas de hongos con tortillas de maíz azul palmeadas por Toñita, Nachita o Serafina. A diferencia de los lambiscones que son lacayunos con los poderosos y déspotas con los pobres, Guillermo Haro trataba como reyes a los pordioseros y polemizaba con furia con sus pares.
El Tonantzintla de Guillermo Haro fue el de la modestia y el de la escasez. Luis Rivera Terrazas, quién fue rector de la Universidad de Puebla, subía a pie la pequeña cuesta con su portaviandas y a medio día se sentaba humildemente a destapar el guisado preparado en casa. En varias ocasiones los muros de Tonantzintla amanecieron pintados: “Haro y Terrazas, comunistas”.
De muy joven, Guillermo –quien estudiaba leyes y filosofía– se acercó al Partido Comunista y tuvo una enorme admiración por Narciso Bassols, quien lo invitó a repartir en los pueblos más distantes la revista Combate, con José Revueltas. Era difícil venderla a pesar de los alegatos incendiarios de Haro y de Revueltas que filosóficamente terminaban en la cantina con sus nuevos compadres frente a una ronda de cervezas cuyo poder de convencimiento es mayor que el de la retórica de izquierda.
Hoy, Guillermo Haro no reconocería a Tonantzintla. Digo Tonantzintla, porque así llamaba él al hoy Instituto Nacional de Astrofísica Óptica y Electrónica y es la punta de flecha de ese progreso formidable. Quizá lo observa desde el pequeño monumento al lado del de Luis Enrique Erro que guarda la mitad de sus cenizas. La otra mitad se encuentra en la Rotonda de las Personas Ilustres que cada año florea Paula, su hija.
Guillermo Haro hizo todo lo posible por impulsar la ciencia y dijo que en vez de trabajar con un humanismo petrificado e inoperante y lanzar a la calle a un número desmesurado de licenciados (en los años 30 la facultad de mayor demanda era la de Leyes) mejor fundáramos institutos de física, de biología, de electrónica, universidades agrícolas y de recursos naturales, granjas experimentales que resolvieran problemas inmediatos. “Señores, por favor, escojan una carrera científica”. Insistía en el “saber hacer” y preguntaba airado: “¿Qué estamos haciendo para ayudar al progreso de México y de su pueblo?”
Quería modernizarnos, que formáramos parte del concierto de las naciones e hiciéramos nuestra propia ciencia en vez de importarla de Estados Unidos. Con la fundación de observatorios astronómicos consiguió que México se distinguiera internacionalmente en la ciencia. Él mismo fue doctor honoris causa de la Universidad de Upsala, miembro de número de la Royal Astronomical Society de Londres, honor que no suele concederse a extranjeros y del que ahora también lo es Manuel Peimbert, Premio Nacional de Ciencias y, sobre todo, obtuvo en 1986 el Premio Lomonosov que otorga Rusia a hombres de ciencia considerados excepcionales y equivale al Nobel, porque no hay Premio Nobel en Astronomía.
Todavía el miércoles 30 de noviembre de 1972 le dijo al entonces presidente Luis Echeverría en una reunión en el Colegio Nacional: “El humanismo para que sea actuante debe estar cimentado en los conocimientos imperantes de su época. Un escritor, un artista, un sociólogo, un economista tiene la obligación de tener bases científicas claras y profundas. ¿Qué nos sucedería el día de mañana si nos cerraran las fronteras de manera total? Muy posiblemente 90 por ciento de lo que traemos encima lo dejaríamos de usar sin la intervención de lo que nos viene de afuera. Todavía creo que los que estamos aquí presentes, nos quedaríamos prácticamente encuerados”. Exclamaba con frecuencia que cómo era posible que con 10 mil kilómetros de costa no nos alimentáramos del mar y desarrolláramos nuestros puertos. ¿Por qué no y guiábamos a los estudiantes hacia la oceanografía y la biología marina?
Quería enviar a centenares de estudiantes mexicanos a universidades y centros científicos extranjeros para obtener la experiencia y los conocimientos que nos faltan. ¿Cómo era posible que no impulsáramos nuestra ciencia y nuestra tecnología?
Cuando una conversación giraba hacia lo teológico y lo literario, Guillermo la enfrentaba a los sucesos físicos de la naturaleza y decía que la ciencia lo abarcaba todo y que un científico podría escribir de cualquier cosa y, en cambio, un literato no tenía los medios para hacerlo.
Guillermo Haro fue el miembro más joven de El Colegio Nacional al que ingresó a los 40 años. Pertenecer a ese cuerpo colegiado es el máximo honor que concede nuestro país a sus sabios. Su ingreso significó un nuevo impulso a las ciencias físicas y matemáticas en nuestra patria y Manuel Sandoval Vallarta declaró que Haro venía a representar una de las ciencias más antiguas y más ilustres en la que la matemática y la física encuentran su conjunción más perfecta: la astronomía.
Según Sandoval Vallarta, Haro pasaría a la historia como el primer astrónomo mexicano de fama internacional y sus descubrimientos publicados en el Astronomical Journal y el Astrophysical Journal, además de capitales, lo situaban entre los grandes astrónomos contemporáneos.
Cuando Guillermo entró a El Colegio Nacional, en 1954, la Facultad de Ciencias tenía 15 años de fundada y entre las universidades de provincia sólo la de Puebla, y eso por influencia del Observatorio de Tonantzintla, contaba hacía tres años con una escuela de ciencias.
Haro, desesperado, insistía en la disciplina y en el progreso y cuando una conversación giraba hacia lo teológico y lo literario la confrontaba con los sucesos físicos de la naturaleza en constante proceso de evolución.
Volvía una y otra vez a la definición de Heráclito: “El mundo es una unidad en sí misma. No ha sido creado por ningún Dios ni por ningún hombre. Ha sido, es y será eternamente como un fuego que se enciende y se apaga conforme a leyes”.
Pero más que por sus premios, incluyendo el Lomonosov, más que por ser un extraordinario observador, más que por su percepción y dinamismo, la importancia del doctor Haro radica en su influencia en el desarrollo de la ciencia en México. Su pasión lo hizo luchar porque hiciéramos nuestra propia ciencia y dejáramos de importar tecnología. “Tú vas a ir a sacar tu doctorado a Berkeley, tú Déborah, te vas a ir a Rusia, tú Carlos te vas al MIT, tú al Instituto Pierre y Marie Curie en París, tú te vas Londres, tú te vas a Irvine”.
El fracaso de alguno de sus becarios era un fracaso personal que lo sumía en la tristeza durante varios meses. También le entristecía que jóvenes que hubieran logrado un buen nivel académico aceptaran un puesto gubernamental y peleaba rabioso hasta el final para hacerlos volver a la investigación. Ésta era su dios y lo único que le importaba realmente era explicarse el universo, pero explicárselo para que los hombres pudieran vivir mejor en la tierra, en una tierra en la que todos tuvieran las mismas oportunidades.
Porque si el cerebro científico de Haro era privilegiado, también su actitud social era de primera. Paradigma de energía, se preocupó por sacar a México del agujero negro. Si como científico descubrió objetos estelares azules y galaxias azules, objetos Herbig-Haro que llevan su nombre, y estudió la formación estelar a la que aportó elementos fundamentales, como mexicano fue ejemplar.
Llevó una vida de honestidad y modestia alejado de toda publicidad que aún no se aquilata, como aún no puede verse la influencia de Haro, y la justeza de sus pronósticos: (“¿Qué hacen las secretarías de Pesca y Marina en el Distrito Federal?”) en nuestro diario devenir, en los días y los trabajos de nuestra patria, esa patria a la que Haro es lo mismo que López Velarde a la poesía: un creador único cuyo recuerdo nos enamora y nos enaltece.