El mambo de Villaurrutia
Nada viene de nada: cada poema, cada verso es hijo del pasado. De la tradición que lo engendra y de la que forma parte. Pero si es posible rastrear la genealogía de un puñado de poemas, las ondas expansivas que habrá de provocar son realmente imprevisibles. La tradición literaria, como toda tradición artística, siempre encuentra cauce, continuidad, incluso en la ruptura, que es otra de las formas de perpetuarse.
Imposible entender, por ejemplo, a José Luis Cuevas sin sus antípodas: Siqueiros, Orozco, Rivera; tampoco a uno de nuestros grandes poetas modernos como Octavio Paz sin Ramón López Velarde, Sor Juana Inés de la Cruz o José Juan Tablada.
Pero si es posible establecer con cierta facilidad la genealogía literaria de un poeta, imaginar el futuro de alguno de sus versos, como escribí al principio, es tarea de Sísifo, misión imposible.
¿Usted cree que Miguel Hernández y Antonio Machado vislumbraron siquiera tener más oyentes que lectores gracias a que Joan Manuel Serrat musicalizó varios de sus poemas? ¿Neruda que uno de sus cuartetos sería “interpretado” por una cantante pop que toca el acordeón y graba videoclips con lobos de peluche como Julieta Venegas? ¿Octavio Paz que su poema Central Park inspiraría a un músico de rock como Loquillo? ¿Borges –el especialista en literaturas germánicas–, que un puñado de sus versos llegaría a formar parte de un concierto de la cantante de música folclórica Mercedes Sosa? Y más aún, ¿usted cree que José Martí pensó, alguna vez, que Guantanamera sería pieza del repertorio del cantante Julio Iglesias, el invitado especial de la Casa Blanca? ¿Intuiría Paul Eluard que sus versos más famosos (“Yo te nombro libertad”) lo fueron gracias a que los musicalizó Nacha Guevara?
No son infrecuentes las incursiones de poetas en el terreno musical por voluntad propia. Octavio Paz, para ganarse unos pesos, escribió el poema El rebelde, que fue interpretado por Pedro Infante en la película del mismo nombre. Poema, canción, por cierto, que el Nobel no incluyó en sus obras completas.
Pero a pesar de esas participaciones de poetas en los cancioneros nunca imaginé que un lector atento de Huidobro, Rilke y Gide, acusado de extranjerizante y afrancesado como Xavier Villaurrutia escribiera unos versos que entusiasmaran a Dámaso Pérez Prado, el Rey del Mambo, para ponerles música.
Debo al inaudito coleccionista Carlos Monsiváis la copia de Décima muerte interpretada con ritmo de mambo por Pérez Prado. Décima muerte no es un poema más de Villaurrutia. Sus 10 décimas perfectas, los cien octosílabos que sostienen su arquitectura sonora y la reflexión filosófica que encierran sus versos hicieron que otros poetas como Juan José Arreola lo consideraran el mejor poema de Villaurrutia. Y es posible que así sea.
Es conocida la afición que Villaurrutia tuvo por las artes escénicas, pues escribió varias obras de teatro, pero de allí a que sus versos saltaran al ritmo del mambo, cuesta trabajo imaginarlo. La música del poema Décima muerte, su ritmo sostenido podrían hacernos pensar, con razón, que musicalizarlo sería un sacrilegio o la apuesta ingrata para engendrar un bodrio. No es así. Escuchamos música dentro de la música; un rumor de imágenes que pasan por la escala que les construyó Pérez Prado.
Gracias a Xavier Villaurrutia y a Dámaso Pérez Prado descubrimos en esta grabación imposible que la emoción medida, el instante paradójico, la noche metafísica, el sueño y la obsesión por la muerte, también se pueden bailar. Las obras que son hijas de la tradición literaria siempre tendrán futuro, sus ondas expansivas no dejarán de alcanzarnos aunque lo hagan en un salón de baile.