Cinco náufragos en el ojo de Gustav
Cuatro de los sobrevivientes cubanos narran su odisea a La Jornada, día a día
Surgidero de Batabanó, Cuba, 7 de septiembre. El huracán Gustav se aproxima y regresan a este puerto tres de los últimos cuatro barcos de la empresa Pescahabana Camilo Cienfuegos que faenaban. Los protagonistas cuentan a La Jornada lo que ocurrió con la cuarta nave.
Jueves 28 de agosto. El Langostero 100 cumple su quinto día de pesca en el sur del golfo de Batabanó, a 14 horas de navegación del puerto. Al mediodía la plataforma de acopio langostero de Traviesa, a media milla de distancia, transmite por radio la orden de regresar. Los cinco tripulantes empiezan a recoger las artes de pesca, lo cual llevará unas 10 horas.
Viernes 29. De madrugada el barco está listo para regresar a puerto, pero no puede avanzar a oscuras en esa zona baja y rocosa, con lluvia y mar picado. Pierde contacto con el centro de acopio y se queda fondeado todo el viernes. Arrecian el viento y la lluvia. Bien entrada la noche, la tripulación capta Radio Caribe, de la Isla de la Juventud. El hombre más experimentado a bordo, José Miguel Cruz Flores (Papito), tira sobre su cama las cartas de navegación y las compara con las noticias. “La cosa está mala”, les dice a sus compañeros. “Estamos metidos dentro del ciclón.” Especulan en qué parte del ojo quedarán, pero están concientes de que viene lo peor. “Siempre se habló de que nos moríamos los cinco o nos salvábamos los cinco”, dice Papito. En la mañana salieron dos embarcaciones para buscar a los desaparecidos, pero el mal tiempo las detuvo y regresaron por la noche.
Sábado 30. El cocinero Ismael Francisco Rodríguez (Paco) sirve de desayuno lo que queda del almuerzo anterior: arroz, huevo revuelto y plátano frito. Están en penumbras. Ya no se ve la plataforma de Traviesa. La lluvia es torrencial, el viento ruge y el barco se estremece bajo las lenguas de mar que lo envuelven. “Esto va a ser candela, pero hay que tratar de salir y salvarnos”, dice Papito. “Vamos a tratar de coger el cayo.” El viernes habían visto un cayo a 20 o 30 metros de donde está varada la nave. Arrancan la máquina y casi de inmediato se parte el cable del ancla. A los tres minutos se rompe el gobierno del barco, el cable que une el timón con la pala de dirección. Tensados por la fuerza de la marea, los cables no resisten el tirón del motor. El barco queda sin control y se agita como mecedora. En segundos los pescadores recogen los chalecos salvavidas, suben a zancadas a la cubierta y se lanzan al agua, cuando el barco ya tiene medio cuerpo hundido. En el mar embravecido se ayudan unos a otros a amarrarse los chalecos. Se prenden de una tabla y un remo que flotan. Es el mediodía, pero todo está oscuro. No saben por dónde quedaron la plataforma o el cayo. El barco en picada amenaza con desplomarse sobre ellos. Las olas se disparan y zambullen a los cinco hombres, que se hunden y salen una y otra vez, mientras la corriente los mece en remolino. Se aferran a la tabla y al remo, que brincan sin parar. Están exactamente bajo el golpe del brazo derecho de Gustav. Temen que la corriente los jale hacia el sur, donde se pasean los tiburones. Diez piernas pataleando bajo el agua son demasiada tentación. En tierra la gente está en refugios y la flota replegada. No hay maniobra de rescate. “Siempre dije que estaban vivos, siempre le dije a la familia que los íbamos a encontrar”, dice Evelio Amador Rego, director de la empresa.
Domingo 31. En la madrugada, el buzo Yasiel Valdés Monteagudo vomita y logra reponerse. Osniel Cánove Barrios, el patrón del barco, también echa el desayuno del día anterior, pero se desmaya. Yasiel lo abraza para reanimarlo, el maquinista Jorge Amaya Rodríguez le da golpes en la cara y al final reacciona. Osniel tiene tres crisis. En la segunda el vómito es negro, como aceite de motor, y los demás se alarman. La tercera es la peor, porque tarda más de media hora en reaccionar. Yasiel le da respiración boca a boca. “Si yo no tengo enemigos, ¿por qué nos están castigando así?”, dice Osniel. Amaya sabe que su padre no ha parado de buscarlo. Papito tranquiliza a todos: “Nos van a estar buscando por cielo y tierra, nos va a andar buscando Raúl y todo el mundo”. Es una noche infernal. Por fin amanece y escampa. Siguen unidos a la tabla y al remo. No saben que el viento los empujó al norte y los acercó a tierra.
Osniel y Papito conjeturan sobre sus coordenadas. Miran la luz solar y el color del agua. Yasiel se zambulle y reporta que están en zona baja. Osniel concluye que están en el área de pesca de El Cabezo, donde hay otra plataforma de acopio. Así era.
En el reloj de Amaya son las 10 de la mañana cuando empiezan a nadar hacia lo que creen el camino a tierra. Con la vista al nivel del mar, “ven” a lo lejos cayos y barcos, que en realidad son aves marinas…o nada.
Cada vez que “ven” algo, cambian de rumbo. Llevan una mano afianzada al remo y la tabla y con la otra se auxilian para nadar y para presionar hacia abajo el chaleco salvavidas, que se monta hacia el cuello por el peso del cuerpo. Yasiel repite “¡tierra!” a todo pulmón. No es tierra, pero sí es un faro de advertencia de zona baja. Nuevo cambio de rumbo. Hacia las siete de la noche llegan al faro: una base de unos cuatro metros cuadrados, casi toda ocupada por la estructura. Pero es mucho mejor que la tabla y el remo. En un hueco acurrucan a Osniel, que llega con fiebre. Los demás se juntan para darse calor. Paco se ha desviado y llega retrasado, hablando incoherencias. Está delirando. Pasan la noche exhaustos, apiñados sobre el faro. En la mañana se había reanudado la búsqueda con cuatro embarcaciones y un helicóptero y una avioneta militares. El helicóptero pasó por encima de los náufragos, sin verlos.
Lunes 1º de septiembre
Llevan dos días sin dormir. Están deshidratados y tienen quemaduras. Apenas han comido algunas algas y se chupan los dedos par absorber la sal y retener líquido. Emplean sus pocas fuerzas en bajar del faro para refrescarse en el agua. Siguen “viendo” barcos y hacen señales inútiles con los chalecos. A un lado ven la plataforma de El Cabezo; al otro, algo que parece tierra (la Península de Zapata). Pero después de tantas frustraciones, ya no creen nada. Yasiel decide nadar hasta El Cabezo, que calcula que está a cinco millas. Los demás se horrorizan: el grupo se divide y no es seguro que el muchacho aguante las cinco o seis horas de nado.
Peor aún: Paco dice que también va. A las dos de la tarde, bien convencidos, Yasiel y Paco empiezan a nadar. Los otros tres se quedan desgarrados en el faro.
“Toda mi fe, toda mi esperanza, mi voluntad, mi alma, todo estaba puesto en que esos dos compañeros llegaran a El Cabezo”, dice Amaya. “Rezábamos para que no tuvieran chubasquería ni viento en contra. Lo que les pasara a ellos, para nosotros iba a ser mucho peor”. Hacia las diez de la mañana salen 36 barcos a la búsqueda, a barrer todas las zonas de pesca.
También van dos helicópteros y dos avionetas militares. A las tres de la tarde empiezan a aparecer restos del Langostero 100: un tanque de gas, una puerta, un salvavidas, un colchón… A las seis y media de la tarde, aún no llega Yasiel a la plataforma cuando lo descubre un barco. Esta vez es de verdad.