Opciones democráticas
La reacción de las clases políticas ante la propuesta de introducir en el país elementos de la democracia participativa es prueba flagrante de su obsolescencia.
Hay razones de peso para mantener el debate sobre los procedimientos democráticos. En 2000 los mexicanos creyeron haber logrado al fin un sistema electoral eficaz, a prueba de fraudes. Bastó la siguiente elección presidencial para desmantelar esa ilusión. Aunque el sistema de partido único quedó claramente atrás, sabemos ahora que no contamos con un sistema electoral confiable y que necesitamos luchar por él.
Ese empeño corre paralelo al creciente interés por los instrumentos de la democracia “directa” o “participativa”.
Se multiplican los intentos por legalizar la “iniciativa popular”: que grupos de ciudadanos puedan impulsar directamente reformas legales.
Se impulsan las prácticas del referendo y el plebiscito, habituales ya en muchos países, para que los ciudadanos ratifiquen o rectifiquen decisiones de los gobiernos y nuevos marcos legales.
La revocación del mandato de funcionarios electos, que ahora es piedra de escándalo, despierta hace tiempo inmenso interés. Oaxaqueños y poblanos rechazaron mayoritariamente a sus gobernantes, pero carecieron de los mecanismos legales y políticos para sustituirlos.
Transparencia y rendición de cuentas son ya reivindicaciones populares.
El presupuesto participativo es acaso el instrumento democrático que más brilla por su ausencia. La gente está harta de la corrupción e insensatez de obras y programas públicos y se interesa en participar directamente en la asignación de los recursos y la concepción de las acciones. “Ni una obra más sin consulta ciudadana” es un lema que empieza a generalizarse.
El hecho de que parezca sumamente difícil, si no imposible, satisfacer estas modestas reivindicaciones democráticas en las condiciones actuales del país muestra la naturaleza del desafío actual. Finalmente, en el momento en que la democracia aparece como ideal deseable, popular y compartido, en México y en casi todo el mundo, se revela como una estructura de dominación y control, en manos de clases políticas en descomposición.
Desde la Política de Aristóteles la idea democrática circuló por el mundo… y por 2000 años fue vista por una mayoría de personas razonables como una forma corrupta e indeseable de gobierno. Burke expresó consenso general al señalar que una democracia perfecta sería lo más vergonzoso del mundo. A pesar de ese consenso, la democracia empezó a acreditarse como forma de gobierno a partir del siglo XIX. La conciencia de sus graves fallas llevó a adoptarla con la actitud avergonzada que se atribuye a Churchill: es el peor de los regímenes posibles… a excepción de todos los demás.
En la actualidad, nadie se atrevería a sostener seriamente que en cualquiera de las sociedades democráticas la mayoría de la población controla a los gobernantes. En Estados Unidos, el modelo autoproclamado de democracia, esa mayoría ha desistido de conseguirlo. Sabe que una minoría decide los resultados de las elecciones (apenas la cuarta parte de la población elige a los presidentes) y que esa minoría no controla las decisiones.
Cuando la discusión llega a este punto, se detiene. No parece haber opción. Seguimos atrapados en la premisa que en 1820 formuló Hegel: el pueblo no puede gobernarse a sí mismo. Como alguien debe gobernarlo, el debate político se reduce a concebir los mejores procedimientos para determinar quién gobierna y cómo lo hace.
La lucha política, tradicionalmente confinada a la disputa entre quienes aspiran al gobierno, incluye cada vez más reivindicaciones ciudadanas de participación. Aunque representan un avance evidente, al reducir el ámbito de la arbitrariedad en el gobierno y ampliar la intervención ciudadana, no logran desgarrar el principio de representación, por el que se concentra el poder en unos cuantos,que son antidemocráticamente definidos en el seno de partidos que carecen de mecanismos democráticos eficaces.
Todo esto se agrava por el hecho de que los supuestos representantes ejercen sus facultades en el contexto del Estado-nación, que pone en sus manos el monopolio de la violencia legítima y hace posible que la ejerzan contra sus representados, como ocurre cotidianamente en todos los países del mundo.
Poco a poco, sin embargo, desde ciudadanos cada vez más lúcidos y desencantados, se descubre la opción. Frente a la premisa de Hegel se levanta la convicción de que los pueblos pueden gobernarse a sí mismos cuando cuentan con cuerpos políticos apropiados, como los que poseen muchos pueblos indios y han construido ejemplarmente los zapatistas. Se forma así una nueva esperanza radical para una transformación profunda de la sociedad, que no necesita encerrarse en el callejón sin salida de la democracia formal.