Usted está aquí: domingo 7 de septiembre de 2008 Sociedad y Justicia Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

La adivina

El Pasaje Lara hace muchos años era vecindad. Va de una calle a otra y tiene dos portones que, a pesar de la inseguridad, nunca se cierran. Lo que antes fueron viviendas hoy son comercios, pequeñas fábricas, talleres, consultorios, bodegas, bazares en donde lo destartalado pasa por antiguo. Sus dueños trabajan en distintos horarios, algunos de noche porque durante el día se ocupan en oficinas, consultorios, escuelas, supermercados.

Las personas atraviesan el pasaje por distintos motivos: desde acortar camino o por simple curiosidad, hasta seguir a Tarsila. Se hace pasar por adivina. A cambio de 10 pesos lee en las palmas de los ingenuos oportunidades maravillosas que convertirán sus vidas miserables en las de empresarios exitosos y estrellas del espectáculo.

Como los vendedores ambulantes que cambian sus mercancías según las modas, Tarsila renueva sus mentiras frente a cada ingenuo. A ella le gusta hacer su trabajito a las puertas de nuestros establecimientos y cuando elige mi accesoria la oigo aunque no quiera. Me sorprende que esa mujer sea capaz de inventar tal cantidad de embustes, pero todavía más que haya tontos que se los crean.

De todos los que estamos instalados en el Pasaje Lara, a quien le va mejor es a Tarsila. Para hacer su trabajo no tiene que invertir ni un centavo; además no paga renta, luz, teléfono, impuestos, mordidas o composturas, mientras que nosotros sí. Por escasas que sean sus ganancias, se las lleva limpiecitas y esa es mucha ventaja.

II

Hace dos semanas, en la reunión que tuvimos para ver si contratamos vigilancia privada, Santino, el relojero, sugirió que le cobráramos una cuota a la adivina y la destináramos al mantenimiento del pasaje, que está pidiendo a gritos una fumigación. A todos nos pareció buena la idea lo del cobro, pero no hubo quien se ofreciera para informárselo a Tarsila. Me di cuenta de que en el fondo, aunque no creemos en sus poderes, tenemos miedo de contrariarla y que nos eche una maldición.

Sabás, el que vende fruta cubierta, propuso que eligiéramos por votación al mensajero. Como aquí todo se decide por unanimidad y algunos opinaron que eso iba a ser pura pérdida de tiempo, se descartó lo del voto y quedamos en las mismas. Cada uno regresó a su negocio y nadie volvió a mencionar lo de cobrarle a Tarsila.

III

Ayer llovió tanto que ni las moscas se pararon por aquí. La única que entró en el pasaje fue Tarsila y sólo para guarecerse en el quicio de mi accesoria. Me dio pena verla allí, le pregunté si gustaba pasar y ella aceptó. Nunca la había tenido tan cerca. Lo que sea de cada quien, muchas quisiéramos tener su piel. Por hacerle plática le pregunté cuál crema usa y me dijo que ninguna, sólo unas gotas de aceite de oliva cada mañana.

No se me ocurrió qué más decirle. El aguacero seguía en grande y me arrepentí de haberla invitado a pasar. De pronto noté que se frotaba una pierna.

Sin que le preguntara nada me dijo que, con la humedad, le reaparece el dolor, sobre todo en la rodilla. Le recomendé un huesero muy bueno que atiende por Ferrocarril de Cintura, pero sólo recibe con cita, y me ofrecí a buscarle el teléfono.

Cuando vio que iba a levantarme por la libretita donde tengo apuntados mis números, dijo que no me molestara, que así estaba bien. Se quedó callada un momento y luego, como si fuéramos amigas de toda la vida, me dio un golpecito en el hombro y soltó una carcajada: “¿Se imagina usted lo que sería mi vida sin este dolor? Es lo único que me queda de mis buenos tiempos, por eso nunca he querido consultar a un médico.”

Sólo estando muerta no habría sentido curiosidad. Bajita la mano le pregunté de qué hablaba. Me alegro de haberlo hecho porque oyéndola olvidé mi pánico a los relámpagos, que el cielo se nos estaba cayendo encima y, lo peor: que en toda la tarde no había vendido nada.

IV

El verdadero nombre de Tarsila es Máxima. Se lo pusieron en memoria de su abuela. pero nunca le gustó. Tuvo una hermana que nació el 5 de enero y la llamaron Reina. Su familia, originaria de un pueblito en Chiapas que no quiso precisarme, se dedicó siempre a las artesanías.

Ella y su hermana iban a la escuela más que por aprender para jugar con los otros niños. A la salida, en grupo, saltaban las tapias de las pocas huertas o se iban al río para hacerse las ilusiones de que viajaban en un barco. No tenían otras diversiones y por eso les llamó tanto la atención la llegada de una caravana artística que, en camino a una mejor plaza, se instaló por el fin de semana a las orillas del pueblo.

Máxima y Reina querían ser las primeras en ver a los artistas, y con muchas dificultades lograron que sus padres les dieran para los boletos del sábado. Fue tal su fascinación que el domingo por la mañana regresaron sólo a merodear por la carpa y divertirse con el trajín de los los artistas. Una de ellas, Roxana, al verlas tan entusiasmadas, les preguntó si les gustaría trabajar allí durante la gira por los alrededores.

Respondieron que sí, pero antes debían pedirles autorización a sus padres. A Roxana no le costó trabajo obtenerla, sobre todo cuando aclaró que las muchachas iban a recibir 10 pesos por función. El lunes, en vez de dirigirse a la escuela para estudiar el sexto año, abordaron el carromato de Roxana. En el camino al siguiente pueblo empezó por cambiarles los nombres: Reina se convirtió en Tarhima y Máxima en Tarsila. Luego les informó que su papel iba a consistir en permanecer lo más quietas posible durante toda la función, como si fueran estatuas vivientes colocadas en un pedestal. Aparte de la paga recibirían algo maravilloso: los aplausos de un público ingenuo y crédulo.

VI

Según Tarsila, aquellos habían sido los tiempos más emocionantes y felices de su vida, hasta que una noche, en medio de una función, tuvo un mareo y se cayó del pedestal. Ese era el origen del dolor que sigue afectándola sobre todo en temporada de lluvias. Roxana le preguntó si quería regresar a su casa y dijo que no. Estaba dispuesta a seguir con la carpa.

Mientras ella desempeñaba toda clase de trabajos, su hermana siguió siendo estatua viviente, hasta que el amor rompió su inmovilidad y escapó con un chofer. La esperanza de que Reina volviera y el temor a la reacción de sus padres hizo que Máxima postergara el regreso junto a su familia por semanas, que se convirtieron en meses.

Su accidente y la fuga de Reina eliminaron de la programación el cuadro de las estatuas vivientes. Máxima se convirtió en una especie de comodín que hacía desde limpieza hasta suplantación de algún artista menor que hubiera desertado o caído enfermo.

Su último trabajo consistió en sustituir a Daria, la cartomanciana, afectada de un fuerte ataque de reuma. Sus intentos por instruir a Máxima en el manejo y los secretos de las cartas fue inútil y terminó por recomendarle que actuara como una gitana que ve el futuro en la palma de las manos. La clave de su éxito era una: dar esperanzas, porque es lo que las personas siempre necesitan.

VII

Sentada a las puertas de la carpa, con bufandas llenas de monedas falsas en la cabeza y sobre los hombros, Máxima volvió a ser Tarsila. Su experiencia como palmista fue muy corta. La carpa decidió emigrar a la ciudad de México y ella, en vez de seguirla, optó por regresar a la casa paterna. No encontró a nadie y los vecinos no supieron decirle adónde habían ido sus padres.

Imposible permanecer en el pueblo. Máxima emigró a Tuxtla, donde hizo toda clase de trabajos menudos y malpagados, hasta que decidió venir a la capital, donde su situación fue la misma de antes, sólo que agravada por la nostalgia de su tierra. Harta de trabajar en tiendas y en fábricas, un día que fue a la Villa y vio a un pajarero ofreciendo la suerte, decidió retomar su papel de adivina.

Andando por las calles tiene la esperanza de encontrar a su hermana. Está segura de que si Reina la ve con su traje de gitana va a reconocerla, si no por el aspecto, por su nombre: Tarsila.

 
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