Usted está aquí: sábado 6 de septiembre de 2008 Espectáculos Una apertura de tradicional tibieza

33º Festival de Toronto

Leonardo García Tsao
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Una apertura de tradicional tibieza

Ampliar la imagen Fotograma de la cinta Passchendaele, segundo largometraje del canadiense Paul Gross Fotograma de la cinta Passchendaele, segundo largometraje del canadiense Paul Gross

Toronto. Cualquier veterano del Festival de Toronto sabe que la sección dedicada al cine local es de evitar a toda costa. Por algún misterio, a excepción de un puñado de autores, la producción canadiense no ha podido dejar de ser tan anodina e insípida como su cocina. Sin embargo, uno no quiere ser descortés con el país anfitrión y se asoma, con buena voluntad, a la película de inauguración suponiendo la existencia de algún mérito para merecer ese honor.

A primera vista, Passchendaele se antojaba diferente al enfocar un tema histórico poco abordado por el cine, la participación –y sacrificio– canadiense durante la Primera Guerra Mundial. Según nos informa un letrero inicial, uno de cada 10 soldados pereció en la contienda. Aún así, el segundo largometraje del también actor protagónico Paul Gross sólo confirmó que los prejuicios suelen estar justificados. La película es tan anticuada en su discurso antibélico y caracterización de estereotipos que, en comparación, hasta Oliver Stone se antojaría un maestro de la sutileza y la ambigüedad.

Cabría preguntarse por qué ese retraso expresivo del cine canadiense, tratándose de un país de economía solvente que comparte un idioma y otras similitudes culturales con su poderoso vecino. Y a pesar de ello –o quizás, a causa de ello– ha permanecido a la zaga en materia cinematográfica. No es necesario citar a obras maestras del género para ilustrar lo vetusto de Passchendaele. Hasta una miniserie como Generation Kill, producida por HBO, está a años luz de distancia.

En cuanto a las funciones de prensa, la primera selección de la cosecha latinoamericana fue también decepcionante. Dioses, del peruano Josué Méndez, se asemeja a la mexicana Déficit, de García Bernal, en su mera observación de los usos y costumbres de la burguesía; en este caso, en el contexto de una casa de playa, donde un industrial metalúrgico trata que su hijo inútil se interese en el negocio familiar; pero este sufre una fijación incestuosa por su hermana, una chica tan reventada que ignora cuál de sus múltiples acostones la dejó embarazada; al mismo tiempo, el paterfamilias se ha conseguido una nueva pareja, una joven que trata de obviar su extracción humilde. Como si hiciera falta, también aparece la servidumbre para recalcar el contraste entre las clases sociales. Méndez desmiente el interés de su opera prima, Los días de Santiago, con una acumulación de lugares comunes sobre la banal decadencia de la clase alta que nunca insinúa un asomo de impulso dramático.

Otra forma más lograda de observación social fue ensayada por el cineasta francés de origen tunecino Karim Dridi en Khamsa. La película enfoca a un niño marginal, prácticamente huérfano, que se dedica al robo en escala menor en la periferia de Marsella, donde hay una tensión entre las pandillas de gitanos y árabes. Desde luego, este tipo de dramas encontró a su modelo perfecto en Los olvidados. Y aunque Dridi no aspira a los vuelos poéticos de Buñuel ni descubre novedad alguna, mantiene su relato dentro de la rigurosa descripción de una realidad tan cruel como natural, sin hacer juicios ni conclusiones fáciles. Hay algo fascinante en la figura del protagonista Marc Cortes que, no obstante su aparente inocencia, denota la dureza de un criminal de carrera.

 
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