Aborto legal y voluntario: dos filos
La decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de declarar constitucional la despenalización del aborto voluntario antes de las 12 semanas de gestación aprueba una práctica común, soterrada y ancestral. La resolución evitará que las mujeres que antes abortaban sin las condiciones indispensables de higiene, o sin la protección médica suficiente, sufran lesiones graves, físicas y sicológicas o, incluso, la muerte. No sobra decir que la mayoría de las mujeres que arriesgaban su vida durante ese proceso pertenece a estratos económicos pobres. Desde que se despenalizó el aborto en el Distrito Federal, sobre todo las mujeres pobres, las que carecen de servicios fundamentales, tienen la posibilidad de acceder a los hospitales que provee la ciudad. Aunque no sea parte de la aprobación, esa verdad es fundamental: las mujeres ricas abortan en sitios adecuados y las pobres lo hacen perforadas por su realidad.
Como todos los grandes dictámenes, la legalización del aborto deviene múltiples rubros y expone la imposibilidad del diálogo entre quienes lo aceptan y quienes lo rechazan. Subrayo dos. El primer tópico debe leerse como un triunfo de la razón: las mujeres son seres autónomos que tienen la capacidad de decidir, motu proprio, qué es lo que más les conviene como personas. Capacidad que engloba términos como realidad, definición de vida, maternidad, estatus social, salud y relación con el medio circundante, incluyendo, sobre todo, a sus seres queridos.
El segundo rubro, conocido y muy nocivo, confronta las divisiones ya existentes entre la sociedad y el poder, cuyo eje de vida es el laicismo contra quienes norman su conducta, sean personas morales o políticos, bajo la égida de la religión. El problema no es sencillo: confronta la postura de voces cimentales como son las de la Procuraduría General de la República (PGR), la de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y la de la Iglesia contra las posiciones de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal y las de los librepensadores.
En una sociedad, harto dividida y muy dañada, como es la que habita en la ciudad de México, la legalización del aborto profundizará la asimetría entre instituciones y personas, y ahondará viejas rencillas. Es muy probable que esa decisión agudice las fracturas ya existentes para abordar temas tan ingentes como los secuestros, la privatización de Pemex o la validez o no de la cadena perpetua. Aunque no es más que una hipótesis, no sería extraño que la despenalización del aborto incremente la intolerancia de quienes consideran la enmienda, como ha expresado el cardenal Norberto Rivera, una “ley criminal”. Aseverar que es criminal la decisión de la SCJN es equivocado, peligroso e irresponsable. Bien haría el cardenal si midiese el significado de sus palabras.
No sobra recordar que muchos de nuestros políticos actúan, si no la mayoría de las veces, sí con demasiada frecuencia de acuerdo con su propio beneficio y no a favor de la nación. Desde esa perspectiva, la decisión de la SJCN puede servir de pretexto para que organismos como la PGR o la CNDH actúen, cada vez más, monopolizando decisiones sin pensar en el bien común.
En temas tan ríspidos como el de la despenalización del aborto no sobra enfatizar que la intolerancia sólo tiene una cara. Ni las mujeres que apoyan la decisión denuestan a quienes la consideran inadecuada ni los médicos que la validan actúan contra quienes se oponen. En muchos países suele reproducirse esa política y en más de una nación se han asesinado médicos por practicar abortos. Tanto las organizaciones políticas, como la Iglesia y las organizaciones del estilo Provida deberían aceptar la decisión y no fomentar, con discursos en las tribunas o con actitudes en la calle, ningún tipo de violencia.
Aunque entiendo que muchas ideas lindan con el absurdo, es lícito proponer. Si bien es casi imposible que la Iglesia tradicional modifique su ideario, los dirigentes de instituciones tan indispensables como la PGR y la CNDH deberían tener la suficiente madurez y sensatez para encarar la validación de la despenalización del aborto.
Es evidente que la nación desconfía, quizás ahora más que nunca, de las representaciones políticas. Esas instituciones deben tener la capacidad de fomentar la tolerancia, así como la obligación de explicar públicamente que aceptan el dictamen. Desde la perspectiva de la ética, ésa tiene que ser su conducta. Desde la mirada de la tolerancia, ése es su deber. No hay más. De lo que se habla es, precisamente, de su quehacer: la Corte votó por leyes, por personas, por derechos humanos, por lo que avala la Constitución.