■ Tbilisi precipitó la guerra y el Kremlin aprovechó para saldar agravios
Manipulación informativa, por parte de ambas naciones enfrentadas en el Cáucaso
Moscú, 23 de agosto. La guerra entre Rusia y Georgia, que desde hace algunos días entró en la compleja fase de forcejeo verbal, previa a la negociación de nuevas condiciones de paz a raíz de la derrota militar de Tbilisi, se da en un contexto de confusión deliberada y de manipulación informativa por ambas partes.
Con la idea de sumar apoyos en el exterior, Rusia y Georgia –Tbilisi con más impacto mediático que Moscú– no escatiman recursos para descalificar al rival y atribuirle todo tipo de atrocidades, para intentar desviar la atención de sus propios excesos y responsabilidad por las muertes y la devastación en la estratégica región del Cáucaso.
Por lo mismo, los voceros gubernamentales lanzan tal cantidad de falsedades y datos retocados, anuncios y desmentidos que, al contrastar la cobertura de los medios de comunicación rusos y georgianos, podría concluirse que se refieren a conflictos armados diferentes, y no a una misma tragedia que afecta por igual a la población civil de uno y otro lado.
Para ubicar en su justa dimensión lo sucedido a partir de la madrugada del 8 de agosto anterior, conviene rescatar –aun a riesgo de hacer una apretada síntesis que resulte incompleta– los antecedentes de esta añeja disputa.
Al desintegrarse la Unión Soviética, la república autónoma de Osetia del Sur, que formaba parte de Georgia, proclamó su independencia, no reconocida por ningún Estado. Georgia envió tropas a la región rebelde y, tras más de dos años de cruenta guerra civil, hubo miles de muertos y decenas de miles de desplazados, tanto osetios que se refugiaron en Rusia como georgianos que vivían en Osetia y tuvieron que escapar hacia Georgia.
La población osetia en Georgia se redujo a la mitad, situándose en cerca de 80 mil personas. El baño de sangre concluyó con los acuerdos de paz de Dagomys, según los cuales se decretó un alto el fuego que sería garantizado por una fuerza de pacificación tripartita, integrada por soldados de Rusia, Georgia y Osetia del Sur.
Desde 1992, Osetia del Sur –y también desde 1993 Abjazia, el otro enclave separatista que se enfrentó con las armas a Georgia– se comporta como si fuera un país independiente, al tiempo que la comunidad internacional, incluida Rusia, considera que ambas regiones son territorio georgiano.
Se estableció una suerte de franja de seguridad de 15 kilómetros de ancho entre Osetia del Sur y Georgia y, a lo largo de los últimos 16 años, a pesar de los frecuentes incidentes, el contingente de pacificación –en distintas épocas Rusia tuvo entre 500 y 3 mil soldados emplazados ahí– logró evitar una nueva guerra.
Y se hubiera podido mantener el statu quo –nunca llegó a ser un arreglo político, pero era la única posibilidad de impedir otro baño de sangre– a no ser porque una de las partes, Osetia del Sur o Georgia, desconociera su compromiso de respetar el cese el fuego y agrediera a la otra.
Es lo que ocurrió la madrugada del 8 de agosto, cuando el presidente de Georgia, Mijail Saakashvili, ordenó comenzar una amplia operación militar –con uso de aviones, artillería pesada y tanques– para “restablecer el orden constitucional” en Osetia del Sur, lo que supuso atacar por sorpresa a los soldados rusos del contingente de pacificación y a las milicias surosetias, así como someter a la ciudad de Tsjinvali a un brutal bombardeo, que prácticamente convirtió en ruinas la capital de la república separatista.
Georgia atacó con alevosía y ventaja –de madrugada; con el presidente ruso, Dimitri Medvediev, de vacaciones fuera de Moscú; con el primer ministro Vladimir Putin en Pekín asistiendo a la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos–, con todas las características de un blitzkrieg.
Pero la guerra relámpago georgiana devino fiasco al ordenar el Kremlin una demoledora respuesta militar para “imponer la paz” a Georgia, toda vez que el gobierno de Saakashvili, al incumplir los acuerdos de Dagomys, facilitó el fundamento legal para la intervención de Rusia.
El ejército ruso tardó sólo un par de días en tomar el control de Tsjinvali, forzando el repliegue de las tropas georgianas. Tbilisi anunció un alto el fuego unilateral, mientras siguió bombardeando Tsjinvali durante tres días más. Moscú reconoció haber destruido objetivos militares en territorio georgiano, pero negó –a pesar de las evidencias– que muchas bombas también cayeron en varias ciudades matando civiles.
Rusia aprovechó la coyuntura favorable para adentrarse en Georgia, emplazó tanques y carros blindados fuera de la zona de pacificación en Igoeti, Kashuri, Kaspi y Zugdidi, entre otras localidades georgianas, mandó buques de guerra frente a Abjazia en el Mar Negro y ocupó la importante ciudad georgiana de Gori.
Georgia, que desencadenó esta guerra, comenzó a hablar de agresión en su contra, respaldada por Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) –los mismos que bombardearon Belgrado o que guardaron silencio ante la invasión estadunidense a Irak–, los cuales califican de “desproporcionada” la respuesta militar de Rusia y exigen su retiro completo de territorio georgiano.
No deja de ser una amarga ironía que el presidente de Georgia, con su bélica insensatez, haya cancelado prácticamente toda posibilidad de alcanzar una solución negociada con sus regiones separatistas, enfrentando de paso a la OTAN, a la que aspira a pertenecer, con Rusia.