La debilidad del Estado
La patente incapacidad del gobierno de la República y de los gobiernos locales, incluido desde luego el del Distrito Federal, de frenar la ola de asesinatos y secuestros que ha desatado el crimen organizado, es un asunto que va mucho más allá de la competencia personal de los funcionarios, de su voluntad y de su habilidad política. Lo que está en juego es la tremenda debilidad del Estado que, a todas luces, no posee el monopolio de la violencia en el territorio nacional. En esta dimensión se ha visto rebasado por militares que se han pasado a las filas del enemigo, y por narcotraficantes y delincuentes que parecen contar con pertrechos y entrenamiento superiores a los que poseen las policías y el propio ejército.
La debilidad del Estado no es atribuible al gobierno de Calderón. Aun cuando López Obrador hubiera sido elegido presidente, todo indica que se hubiera encontrado en una situación similar, y quizá peor, pues es bien conocida la dificultad de la izquierda para lidiar con los temas de seguridad pública. Cuando un partido de izquierda llega al poder tiene que reconocer que en un país democrático, lo que hasta entonces probablemente ha denunciado como “aparato de represión” es un instrumento legítimo de gobierno, cuya intervención en tareas de seguridad pública es responsabilidad de las autoridades civiles, las que también tienen a su cargo la aplicación de la ley. Esta última es una condición esencial a la que desde luego también está sujetos policías y miembros del ejército. No obstante, no son pocos los casos de gobiernos de izquierda que se muestran titubeantes y hasta desamparados frente al crimen; el problema es que en sus dudas existenciales le va la vida a muchos ciudadanos.
Cualquier partido en el gobierno hubiera tenido que enfrentar el reto que el crimen organizado ha lanzado al Estado, y se habría encontrado como están hoy el presidente Calderón, el gobernador panista de Baja California, el priísta de Chihuahua, la perredista de Zacatecas y el perredista del Distrito Federal, sitiados por una fuerza criminal mucho más poderosa y en apariencia mejor organizada que aquélla en la que en principio es uno los pilares de autoridad de todo gobierno. Sin distingos partidistas, los gobernadores se topan con los mismos límites que imponen policías mal entrenados, cuyo nivel educativo no alcanza para desarrollar capacidad de juicio –como ocurrió con los policías que llegaron a poner orden en el News Divine–, o con militares que ejercen sus funciones con excesiva agresividad y que, por momentos, son tan aterradores como los mismos narcotraficantes.
Las reformas económicas y la democratización de finales del siglo XX limitaron en forma considerable la capacidad de intervención del Estado en la economía y en la vida política. Al mismo tiempo redujeron su capacidad para cumplir con sus funciones esenciales. Los recortes presupuestales se reflejaron en el deterioro de los servicios públicos, es decir, la seguridad; y la ofensiva antiautoritaria puso en tela de juicio el uso legítimo de la fuerza por parte del propio Estado. Ciertamente, una de las características del autoritarismo era la confusión entre aplicación legítima de la ley y la represión. Hijos de ese México, los presidentes Zedillo y Fox, ambos, creían que aplicar la ley era antidemocrático. Gracias a esa confusión la UNAM permaneció cerrada diez meses en 1999; y cuando llegó a la presidencia Vicente Fox, a la pregunta de qué pensaba hacer para enfrentar la proliferación de grupos armados por el país, con una sonrisa cándida (con el significado que tiene en español: “Sencillo, sin malicia, ni doblez”, y no el que le daba él de “honesto”, traduciendo del inglés candid) contestó: “Nada”.
La democratización también suponía la reconstrucción del Estado, pero con su comportamiento los partidos políticos parecen decididos a liquidarlo por completo. Lo que parece una disputa entre ellos, en realidad ha sido una disputa de los partidos contra el Estado, al que no defendió Vicente Fox, quien nunca entendió de qué se trataba, ni Felipe Calderón, que sólo busca afianzar a su partido y a los suyos. Todo esto ha repercutido en el sostenido desmantelamiento del Estado. No hay más que ver lo que hicieron del IFE que, en lugar de ser un instrumento estatal, es un espejo de la relación de fuerzas que priva entre los partidos. La partidización de la administración pública tiene exactamente el mismo efecto de debilitamiento del Estado. Los intereses de los partidos son tan privados como los de cualquier empresa, incluido el narcotráfico; de suerte que su avance en la estructura de poder se ha traducido en el retroceso del interés público. En estas condiciones se entiende por qué los cuernos de chivo se han generalizado como si fueran resorteras.