¿La Fiesta en Paz?
■ Más tragedias de agosto
No, no se trata del enésimo papelón de la delegación olímpica de México, ahora en Pekín, y de otra hazaña más de los ineptos burócratas metidos a falsos promotores del deporte pero auténticos manejadores de dineros.
Con relación a la columna de hace ocho días, Octavio Lara, aficionado queretano, informa a este espacio que en el mes de agosto también mueren su paisano Lino Zamora, “allá en el Real de Zacatecas, desde donde se trajeron los legítimos versos que dan cuentan de su pasión y muerte”, y el joven torero José Cubero Yiyo, que aunque nació en Burdeos, creció en el madrileño barrio de Canillejas.
“Cuando asistía los lunes a las sesiones del Centro Taurino Queretano –abunda Octavio–, un día fue Juan Cubero, hermano de Yiyo, y que por entonces traía a Mario Aguilar y al Payo. A alguien se le ocurrió pedirle que hablara de Yiyo. Se le descompuso la cara y de lo que recuerdo me sorprendieron dos cosas: la primera, que dijo que no le gustaba hablar de su hermano, sin embargo, nos habló un poco, y la segunda, que sus hijos no sabían nada de quién había sido su tío José, que tenía una caja con revistas y videos guardados que no ha sacado en todos estos años.”
En efecto, el viernes 30 de agosto de 1985, en la plaza de toros de Colmenar Viejo, en los alrededores de Madrid, José Cubero sustituye –¡ah, ese mal fario de las sustituciones!– al sevillano Curro Romero y parte plaza con Antoñete y José Luis Palomar. Los toros son de Marcos Núñez. Su segundo y último de la tarde se llama Burlero, que ha sido bravo y noble. Con él realiza Yiyo una reposada e intensa faena que corona con una soberbia estocada hasta la empuñadura.
Tras salir limpiamente de la suerte, un parpadeo del torero hace que el toro lo coja por la entrepierna sin consecuencias, pero un exceso de confianza o la falta de habilidad de sus dos peones impide que el toro, herido de muerte, prenda en el suelo a José y lo levante con el pitón izquierdo, partiéndole el corazón. Algo que no se puede creer, excepto por el rasgo más calamitoso de la muerte: su inalterable puntualidad, independientemente de la lógica y de las circunstancias. Tenía 21 años Yiyo cuando nació a la inmortalidad.
Lo de Lino Zamora fue una tragedia diferente. Torero de gran popularidad en la segunda mitad del siglo XIX, sobre todo en el Bajío, por su disposición a dar en los tres tercios variado y gran espectáculo, no tuvo inconveniente en dar el postrero, así fuera en el lecho y no en el ruedo.
Yendo a torear a Zacatecas a principios de agosto de 1884, Lino y su banderillero de confianza y asistente, Braulio Díaz, se topan con la agraciada joven Prisciliana Granado, quien los hace perder piso, al grado de que una vez que Braulio la ha conquistado, Lino le ordena que vaya a la cercana Jerez a arreglar la corrida de la feria, ausencia que aprovecha para hacer suya a Prisciliana. El domingo 17, enterado Braulio por su hermano Martín –nunca falta un rajón– de las debilidades de su amada y de su jefe, no duda en balacear a éste, cuya fama pervive a través de “legítimos versos”.