A la mitad del foro
■ Dislates y lenguas disecadas
Si he de asistir será a una reunión “Cumbre”. Entrecomillado y con mayúscula el desatino de Marcelo Ebrard. Y como Felipe Calderón convocó a junta del Consejo Nacional de Seguridad Pública en Palacio Nacional, el jefe de Gobierno del Distrito Federal enlistó asistentes, atribuyó poderes, distribuyó facultades para tomar decisiones de gran alcance, anunció que asistirá y adelantó que presentará ante Genaro García los 10 puntos de su agenda. Lo de Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan alcanza apenas la altura de junta en las planicies congeladas de Islandia.
Llegó el cambio y con él la recomposición de la topografía política. Izquierda y derecha, en el centro inane. Los extremos se unieron en la ilusión evanescente de la poliarquía. Desmantelaron instituciones de la República, minaron fundamentos del proceso histórico para echar al PRI de Los Pinos y acabar con el cesarismo sexenal. Las buenas intenciones empedraron el camino a la parálisis del cuerpo político; transición en presente continuo y fetichismo de usos y costumbres; un cambio anclado al presente. Vale la pena recordar al tuxpeño Jesús Reyes Heroles: “La Constitución que nos rige es un pacto para adelantar y un valladar para no retroceder. Su trasfondo histórico, que es el del recio batallar del pueblo de México durante más de medio siglo, no permite reformar hacia atrás, sino hacia delante”.
Rodolfo Echeverría Ruiz lo citó y desató inusual ira en Federico Reyes Heroles: los vuelcos del tiempo, la disolución de un “régimen autoritario”, no avalan invocar la circunstancia orteguiana. El valor de las palabras y los hechos trasciende modas y persiste a evoluciones y cambios. Nos polariza la confrontación en medio de la violencia que exhibe la fragilidad del Estado. No es hora de anatemas en nombre de una ilustración que olvida la que guió a la acción de las generaciones anteriores. Nuestras, de la memoria colectiva. O estaríamos ante pláticas de familia de las que nadie hace caso.
Marcelo Ebrard se refugió en la Conferencia Nacional de Gobernadores sin ser gobernador, sin que el DF sea un estado libre y soberano. Sin desdoro alguno de la importancia del cargo, de las funciones de la Asamblea Legislativa, y menos todavía de los ciudadanos inscritos en el padrón de electores. En ese territorio residen los tres poderes de la Unión. Es sede del Ejecutivo. Y del “presidente legítimo”, quien tendría que participar en la reunión de marras para que fuera calificada de “cumbre”, conforme a la versión de poderes constituidos y poderes asumidos en la tierra de nunca jamás.
Frente al espejo, Emilio Gamboa llamó a respetar al “jefe de las instituciones nacionales”. Al individuo en quien se deposita “el Supremo Poder Ejecutivo de la Unión,” pero no la jefatura de todas las instituciones. Ni de los otros dos poderes de la Unión, ni de los cabildos de los municipios libres ni de los gobiernos de los estados de la República. Lo del jefe de esas instituciones fue ocurrencia de Mario Moya Palencia para dar tintes de formalidad republicana a la exaltación cortesana de su jefe Luis Echeverría.
El PRI perdió las elecciones y los priístas quedaron en la orfandad; muchos buscaron refugio como entenados del foxiato, o como adherentes de un PAN conservador que acogió a la desolada derecha del priato tardío, tecnócrata y neoliberal. Pero quienes se liberaron del presidencialismo autoritario fueron los priístas. En Los Pinos no habría Cronos que devora a sus hijos. Nunca hubo jefe de todas las instituciones nacionales, pero el unto de la expectativa los mantenía sumisos al donador de todos los bienes, jefe de Estado, jefe de gobierno y jefe del partido en el poder. Liberados del yugo de poderes metaconstitucionales, diputados y senadores asumieron el que la Constitución les señala. Manosearon proyectos de parlamentarismo que redujera al Presidente a jefe de Estado. Pero la derecha se conformó con la alternancia y la izquierda se precipitó hacia una difusa democracia participativa que diera alguna apariencia dialéctica a su conversión a la democracia electoral.
La guerra contra el crimen organizado desató una violencia incontenible, asesinatos que suman miles y la confusión de seguridad nacional y seguridad pública en el fragor del combate, así como los ajustes de cuentas entre bandas de delincuentes y policías corruptos. Las lenguas disecadas divulgan una presunta discriminación clasista entre las víctimas de narcos, sicarios y secuestradores que han usurpado el poder soberano de imponer el estado de excepción. El titular del poder que debe ejercerla no ha solicitado al Congreso la suspensión de garantías individuales. Los secuestradores no discriminan entre ricos y pobres; sus víctimas son de todas las clases sociales de nuestra inicua oligarquía. El secuestro y asesinato del joven Fernando Martí concentró la atención de los medios y detonó el reclamo nacional a las autoridades incapaces de garantizar la seguridad de los mexicanos.
En México y en el mundo entero, los pobres son mayoría entre las víctimas de todo género de violencia criminal. Pero nada justifica atribuir prejuicio clasista a la cobertura mediática, a la exigencia ciudadana que impuso a las autoridades dar pronta respuesta, formular, aprobar y aplicar medidas eficaces que no eludan ir al fondo del mal que padece nuestro sistema de justicia: la corrupción en todos los niveles y la incompetencia cómplice de la impunidad que es norma. Con declaraciones como la del presidente de la Suprema Corte de Justicia, que culpa al Ejecutivo y a los legisladores, mal empiezan las acciones firmes y serenas requeridas para reconocer y eliminar la corrupción endémica.
Cuando logramos la pluralidad de partidos y llegaron a ser diputados y senadores los de la oposición, largamente reducida a tomar la calle y llenar las plazas, cundió el optimismo. Separación de poderes, gobernadores y congresos locales libres y soberanos en sus espacios de poder real. Actores políticos que se comportaran como tales y supieran lo que representaban sus cargos. Pero mientras pregonaban el cambio de régimen y el fin de la oposición minoritaria, los mexicanos asistimos al espectáculo de pancartas, mantas, manifestaciones, protestas y demandas al interior del Congreso, a cargo de quienes tienen el mandato del voto y acceso exclusivo a la tribuna de la Cámara.
Durante nuestro cesarismo sexenal se rememoraban las palabras del esclavo que acompañaba a los victoriosos romanos en sus triunfos: “recuerda que eres mortal”, les repetía. Hoy hace falta una voz que les recuerde en cada sesión que son ellos quienes tienen que dar respuesta a las demandas, que a ellos se dirigen las mantas y pancartas, que ellos pueden hacer uso de la tribuna para responder o dar voz a esas demandas y protestas. Algún paciente tutor capaz de hacerlos entender cuándo son borrachos y cuándo son cantineros.
Distinción que parece eludir a los sonámbulos de la transición. Como la relación entre discrecionalidad y subejercicio del gasto, en las versiones contrapuestas de Agustín Carstens y Luis Téllez. O la defensa de “usos y costumbres del magisterio que no pueden desparecer de la noche a la mañana,” como heredar la plaza o venderla al jubilarse, según líder seccional de Quintana Roo, donde reprobó 73 por ciento de los docentes examinados.