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Asociarse para Producir: ¿Opción Campesina o Modelo Impuesto?
En Tarejero, Michoacán, una cooperativa campesina pudo equiparse con la maquinaria agrícola que necesitaba para trabajar, gracias a las remesas en dólares enviadas desde Estados Unidos por un grupo de jóvenes de la comunidad. Lo curioso es que esto no ocurrió ayer sino hace casi 90 años. Y la experiencia da fe de que las formas asociativas exitosas nunca resultan de la aplicación de paradigmas concebidos arriba sino de la construcción social desde abajo. Así lo cuenta Miguel Othón de Mendizábal en un ensayo de 1939 (¡El problema agrario de La Laguna!, Obras completas, T. IV, p. 260) donde opone la “socialización voluntaria” de los michoacanos de la ciénaga de Zacapu a la colectivización y mecanización forzadas de otras regiones. Destaca, ahí, cómo “las organizaciones de carácter social existen entre los campesinos desde antes de recibir la dotación precisamente como organismos de lucha para contrarrestar la resistencia, con frecuencia sangrienta, (del) hacendado y para activar los trámites maliciosamente lentos y difíciles”, mientras que la organización económica responde, por lo general, a una promoción externa e impositiva, cuyos resultados acostumbran ser lesivos para el productor. “Por el año de 1926 –escribe–, recién fundados los bancos regionales de crédito ejidal, se hizo gran propaganda, por cierto no completamente desinteresada, para la adquisición de maquinaria agrícola por los ejidos. Numerosas cooperativas ejidales adquirieron arados de discos, rastras, segadoras, trilladoras, desgranadoras y empacadoras. Los campesinos contemplaron a los tractores barbechando y rastreando sus tierras; a las segadoras y trilladoras segando, trillando, limpiando y encostalando el trigo. Entre tanto, su yunta rumiaba los rastrojos sin rendir provecho y el campesino y su familia habían dejado de utilizar su fuerza de trabajo, que constituye el origen principal de sus ingresos, y tenían en cambio que pagar la correspondiente prorrata del valor de los combustibles y lubricantes; de los salarios de mecánicos y ayudantes; así como la amortización de la maquinaria y del rédito del capital invertido (...) La experiencia ha demostrado suficientemente que los ejidos que adquirieron esta clase de maquinaria (...) tuvieron, a la postre, que entregarla al banco para que éste se encargara de su manejo”. A esto De Mendizábal opone la “socialización voluntaria” del ejido de Tarejero, que después de una larga brega, en 1924 recibió en dotación 632 hectáreas. “Uno de los dirigentes de la comunidad, Juan de la Cruz, que había sido el iniciador de la solicitud de tierra y que luchó tenazmente durante la tramitación, al resultar electo para el Comité administrativo, concibió la idea de enviar a los jóvenes más enérgicos y decididos del grupo ejidal a los Estados Unidos, con objeto de que lo que pudieran ahorrar de los altos salarios (...), se invirtiera en la adquisición del equipo agrícola indispensable, en tanto que los demás ejidatarios trabajaban las tierras de los ausentes, entregando la parte correspondiente de las cosechas a las familias. “La sabia determinación hizo que desde los primeros años los ejidatarios trabajaran en forma comunal”. Para 1931 la Cooperativa Ejidal de Producción de Tarejero contaba con “dos trilladoras, dos tractores, un camión de tonelada y media para carga y pasajeros, equipos de carpintería, herrería, y mecánica; carros, carretas, arados, desgranadoras, etc. (...) En esta cooperativa modelo toda jornada de trabajo, cualquiera que sea la función que a cada campesino le toca desempeñar, da derecho a una participación igual en la cosecha”. Operaba, también, la sociedad femenina Josefa Ortiz de Domínguez, fundada en 1923 con 190 socias y que, para 1925, había logrado reunir “por concepto de cuotas la cantidad de $218.35, que manejados con gran habilidad en la compraventa de granos y animales, permitieron adquirir un motor para mover el molino de nixtamal y la instalación del servicio de luz eléctrica”. Años más tarde la cooperativa de las mujeres sembraba “por su cuenta, en la misma forma que la masculina, 12.41 hectáreas”. De Mendizábal, quien visitó el ejido en 1931, señala que a su parecer lo que “ha permitido a Tarejero ser un ejemplo de colectivización no es el factor hereditario ni el cultural, sino el social, es decir, un elevado y enérgico concepto de solidaridad de clase”. Experiencias como ésta eran, sin embargo, excepcionales, pues en México por lo general las formas colectivas de producción agropecuaria habían sido impuestas por el Estado. En un país donde entre 1917 y 1992, de 197 millones de hectáreas disponibles 103 millones fueron entregadas a 29 mil 162 ejidos y 2 mil 366 comunidades agrarias, con un régimen de producción semicolectivo (pues las tierras de cultivo están casi siempre parceladas pero no los potreros, bosques y aguas, que son de uso compartido), el sector social de la agricultura no pudo menos que desarrollar algún tipo de asociación productiva. Entre 1934 y 1940 el presidente Cárdenas entregó para su aprovechamiento ejidal colectivo cientos de miles de hectáreas sembradas con henequén, caña, algodón y café, entre otros cultivos, bajo el supuesto de que la agricultura de plantación abastecedora de agroindustrias sólo en gran escala puede ser operada con eficiencia. Sin embargo estas “haciendas sin hacendados”, como los llamaba la Liga de Agrónomos Socialistas, se desarticularon y fragmentaron, no sólo porque los gobiernos posteriores fueron hostiles, también porque pocas veces los campesinos debutantes pudieron adueñarse realmente de sus procesos productivos. En los años 70s del siglo pasado, como alternativa al exhausto reparto agrario, el presidente Echeverría intentó mejorar el desempeño de los pequeños productores mediante políticas agrícolas que incluían la promoción del asociacionismo ejidal. Sin embargo, al fin del sexenio de los 11 mil ejidos que quiso colectivizar únicamente operaban así 633 y de las 350 empresas ejidales que se crearon sólo medio funcionaban 30. Paradójicamente, hace dos décadas, en plena fiebre privatizadora neoliberal, se despliega en el campo una nueva oleada de asociacionismo, que puede verse como respuesta a la abrupta retirada del Estado de las funciones de regulación y fomento agropecuario, que mal que bien venía realizando. Sólo mediante el “control del proceso productivo” –se decía– podrán los campesinos, descobijados por papá gobierno, responder a los retos del mercado. Pero la viabilidad de la estructuración empresarial del sector social resulta un espejismo cuando la propia administración que dizque la impulsa impone una apertura comercial que arruina a los pequeños productores de mercado interno –organizados o no– y desmantela las paraestatales agroindustriales dejando a la intemperie a los campesinos agroexportadores. Así, de las mil 243 organizaciones económicas rurales de segundo nivel (básicamente uniones de ejidos y asociaciones regionales de interés colectivo) que se formaron a principios del sexenio, al término de la administración de Carlos Salinas, quedaban menos de cien. Sin embargo, a diferencia de lo que pasaba en otras épocas, en la fiebre asociativa de hace tres o cuatro lustros se respiraba un plausible espíritu autogestionario. Impulso libertario que sobrevive al naufragio, animando una nueva generación de organizaciones rurales de base económica que en muchos casos están estructuradas por cultivo o actividad. Cafetaleros, productores de granos, silvicultores, organismos de crédito y otros muchos sectores, se organizan local, regional y nacionalmente para enfrentar juntos los problemas del financiamiento, los insumos, la comercialización y a veces el procesamiento agroindustrial. Y en los casos del café orgánico y el manejo sustentable de los bosques, cuando menos el trabajo asociativo se extiende en mayor o menor medida al proceso mismo de producción primaria, que debe ser reconfigurado. El panismo en el poder sigue induciendo modelos organizativos y socavando a las organizaciones económicas rurales que le incomodan. Sin embargo algunas experiencias precursoras del nuevo asociacionismo siguen en pie y proliferan en el campo las más diversas modalidades de la economía solidaria. Por suerte el solidarismo económico y social del tercer milenio no es receta sino movimiento; despliegue multicolor donde se entreveran, sin fundamentalismos, los más diversos paradigmas. Armando Bartra |