Editorial
Juventud y delincuencia
El repunte en las manifestaciones de violencia y criminalidad en el país, que al día de hoy mantiene a la sociedad en su conjunto estremecida, conmocionada y temerosa de salir a la calle, responde a un entorno social sumamente complejo y hostil, en el que es palpable, a la par del incremento en los índices delictivos, la catástrofe en las condiciones de vida de la población en general y en particular de sus franjas más vulnerables. Tal es el caso de los jóvenes, sector que ha padecido con especial crudeza las consecuencias de los desvaríos sociales y económicos de las últimas décadas.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, 40 por ciento de los presuntos delincuentes del fuero federal y 59 por ciento de los del fuero común son jóvenes entre 15 y 29 años, mientras que la segunda causa de muerte entre los varones de esas edades son las lesiones relacionadas con la violencia.
Estos datos plantean la radiografía de una realidad vinculada con la ausencia de oportunidades de desarrollo para la juventud de este país, cuyo trasfondo es la ruptura del entramado social, las condiciones de vida deplorables para la mayoría de la población, las insuficiencias del sistema educativo, la falta de empleo y la persistencia de un modelo económico que ha cancelado las perspectivas de movilidad social.
La nación ha asistido, a lo largo de las dos décadas de dominio de la tecnocracia neoliberal, a un derrumbe sostenido de los ciclos de educación básica a cargo del Estado. Las restricciones presupuestarias impuestas y la entrega de los sistemas públicos de enseñanza básica a mafias sindicales corruptas y antidemocráticas han derivado en un desastre que se percibe tanto en la insuficiente atención a este derecho –casi un tercio de los jóvenes no han logrado concluir su educación básica— como en el rechazo de decenas de miles de aspirantes a ingresar en los centros de educación superior del Estado. Para colmo de males, la formación académica ha dejado de representar una garantía para los jóvenes mexicanos: así lo reflejan datos difundidos el año pasado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), en el sentido de que cada año abandonan el país cerca de 225 mil de los jóvenes más preparados, con la esperanza de “conseguir en otros lugares buena educación, servicios de salud adecuados y empleos dignos”.
A su vez, la política económica que las administraciones federales han seguido en las últimas dos décadas ha heredado a las nuevas generaciones una nación en la que las oportunidades laborales se limitan cada vez más al sector informal, donde más de la mitad de los jóvenes mexicanos tienen su primer empleo; adicionalmente, los que logran incorporarse al sector formal lo hacen en trabajos mal pagados, inciertos y carentes de horizontes de superación. Fuera de ello, las opciones parecen reducirse a la emigración nacional y —sobre todo— internacional o, como puede verse, a unirse a las filas de la delincuencia y el crimen organizado.
Desde distintos sectores de la sociedad se ha realizado un llamado a las autoridades para poner fin a la cadena de delitos que se han sucedido en los meses y años recientes. Se ha reiterado, asimismo, que para combatir efectivamente ese fenómeno es necesario atacar sus causas institucionales, sociales y económicas. En un país en el que más de un cuarto de la población nacional está constituida por jóvenes entre 15 y 29 años, es obligatorio que tales demandas incluyan mejoras perceptibles en las condiciones de vida de ese segmento, a fin de que se diversifique y amplíe su abanico de opciones de vida más allá de la marginación, el atropello, la violencia y la delincuencia.