TOROS
Viaje a lo lejano
El don más difícil de todo artista, incluidos los toreros, es el de tener personalidad y estilo propios. En realidad, todo torero considerable ofrece al aficionado dos personajes simultáneos. El primero, siempre interesante, es el dominio de la técnica, el oficio; el segundo, es el de su originalidad. En el primer plano lo que representa, en otro ideal, lo que sugiere. Emanación directa de su propia personalidad capaz de evocar e invocar en el ruedo otras imágenes, otros caracteres de su temperamento e historia. La vida interior, el dramatismo.
Al poder expresar su interioridad frente al toro, aparece ese arte de tensión, más que de expansión; insinuante y contenido, explosivo y rotundo, distanciado, con inalteranble buen gusto, de todo lo ostentoso y artificial, para alcanzar en los momentos desgarrados del encuentro con la muerte representada en los pitones de los toros, la escueta emoción de lo verídico y lo auténtico, sin gesticulaciones, ademanes, ni grandilocuencias.
En el fondo, arte de expansión tranquila y ritmo lento en el temple que da el mando, a la vez, cálidamente viril. Refinamiento sensual y adornado por un penetrante dramatismo que brinda la pasión que se comunica al tendido. La dignidad del juego con la muerte y la estética en la que se le vence; lo cual nos permite aproximarnos como aficionados a una ilusión cada vez más difícil de lograr y que es general la función del arte. La de escapar de la vulgaridad cotidiana improvisando un viaje a lo lejano, a la fantasía. La repetición monótona de las faenas de derechazos con el pico de la muleta, echando fuera al toro nos confrontan con la rutina de la vida diaria.
Por ello agradecemos a los artistas esas ráfagas de arte que nos sacan de lo trillado y lo cotidiano y nos abren el mundo de las fantasías a otros horizontes. Lo que representa uno de los mayores alicientes en la fiesta brava.