Usted está aquí: domingo 3 de agosto de 2008 Opinión Mar de Historias

Mar de Historias

Cristina Pacheco

El autobús amarillo

La escuela tenía dos edificios. En el de la derecha estaban los salones de clase; en el de la izquierda, una bodega, la biblioteca, la dirección y la sala de maestros que utilizábamos para recibir a los inspectores de zona, entrevistarnos en privado con los padres de niños problemáticos y descansar a media mañana.

Nuestra sala era un cuarto amueblado con un librero, sillas, una mesa y un Westclox de pared con marco de aluminio. Sus ventanas estrechas orientadas hacia el patio nos permitían vigilar desde allí el comportamiento de los alumnos durante el recreo.

En los 30 minutos de descanso hablábamos menos de los asuntos académicos que de nuestros problemas familiares. En cuanto se acercaban las vacaciones olvidábamos esos temas y volvíamos a plantear la posibilidad de hacer un viaje antes de que las jubilaciones y las enfermedades nos lo impidieran.

Se trataba de romper nuestras rutinas, pero también de recuperar la emoción de las excursiones que habíamos hecho en nuestra etapa estudiantil. Para crear el efecto de un verdadero retorno a la infancia, Ernesto del Pino pensaba que podíamos alquilar un autobús amarillo que manejaríamos por turnos.

En esa etapa del proyecto eran inevitables las bromas. Los maestros decían que iban a llevar pastillas para dormir y tomarlas cuando alguna de nosotras se pusiera al volante. En medio de nuestras protestas, Graciela, la profesora de música, se declaraba experta conductora y como prueba repetía su experiencia inolvidable: “una vez que fuimos a Oaxaca mi esposo se enfermó y tuve que venirme manejando desde allá”.

Desarmados, los profesores no cesaban de atosigarla con sus bromas. Ernesto no quería quitar el dedo del renglón y, con papel y pluma en mano, calculaba cuánto iban a costarnos el alquiler del autobús, la gasolina, la comida y el hospedaje. Ignoro en qué se habrá basado, pero su conclusión era siempre la misma: “si dividimos los gastos entre todos nos saldrá en una bicoca y, si no, igual hacemos el viaje”.

Por lo general a esas alturas de la plática se escuchaban los campanazos que le ponían fin al recreo y a nuestro descanso. Resignados dejábamos para la mañana siguiente lo mejor del proyecto vacacional: el destino de nuestro viaje. Lo hacíamos siempre sin tomar en cuenta el tiempo, las distancias, los recursos económicos y las obligaciones familiares.

Durante los días siguientes el plan se iba deslavando hasta desmoronarse ante obstáculos insalvables: “No tengo con quién dejar a mis hijos”. “Mi esposo decidió que pasáramos las vacaciones en casa de su mamá”. “No puedo darme el lujo de gastar en viajecitos cuando tengo tantos compromisos”.

El autobús amarillo que supuestamente íbamos a alquilar se desvanecía en el aire y dentro de él nuestro sueño de revivir las experiencias infantiles.

II

Por fin un año, cuando por enésima vez habíamos renunciado al viaje, Aurora, la maestra de gimnasia, nos propuso: “¿por qué no vamos a mi pueblo? Es muy lindo y queda por Tehuacán. En dos días podemos ir y venir”.

El plan era atractivo y accesible. Nos interesamos y le pedimos a Aurora mayores informes. Nuestra curiosidad lastimó su orgullo: “¡desde luego que hay carretera y la desviación para allá está buenísima! Les juro que no se arrepentirán”. Graciela tuvo otra duda: “¿y hay en dónde quedarse?” Fue como si Aurora hubiera estado ansiando esa pregunta: “por fortuna conservo la casa de mis abuelos. Tiene dos patios y al fondo una huerta donde se dan nísperos, capulines, manzanas y unos duraznos muy jugosos”.

Entusiasmado como un niño, Tadeo dijo que si la casa no era bastante grande para que todos durmiéramos allí, los hombres podrían quedarse en el autobús amarillo. Aurora, posesionada de su papel de anfitriona, aseguró que no sería necesaria tal incomodidad: “hay tres recámaras. Nosotras podremos quedarnos en la que ocupaban mis padres. Los muebles son preciosos, de caoba labrada. El ropero de copete es una joya, y el tocador… bueno, ya ni les digo; espérense a verlo para que sepan lo que es bueno”.

Todos coincidimos en que ya no hay ebanistas capaces de hacer esos muebles ni casas con jardín, mucho menos con una huerta. Terminamos por lamentar que hoy los niños crecieran en un mundo antiestético en el que todo es frágil, árido, peligroso y desechable. Ojalá alguna vez tuvieran la oportunidad de conocer un pueblo como el de Aurora.

Por primera ocasión en muchos años íbamos a vivir, aunque sólo fuese por dos días, unas auténticas vacaciones. Emprendimos el viaje en un autobús amarillo. Contratarlo fue un exceso. El grupo inicial se había reducido a seis personas: Mario, Ernesto, Tadeo, Graciela, Aurora y yo. Aun así, nos permitimos ese gasto para darle más verosimilitud al sueño de que estábamos emprendiendo una excursión como las que hacíamos cuando éramos estudiantes.

III

El viaje nos tomó cinco horas y no porque el pueblo de Aurora estuviera lejos, sino porque hicimos muchos pausas: primero para almorzar en una fonda con mantelitos cuadriculados rojos y blancos, luego para tomarnos fotos en una arboleda primorosa y por último para deleitarnos con los cestos que una familia de artesanos indígenas vendía a orillas de la carretera.

La única intranquila por la tardanza era Aurora. Ansiaba que viéramos su pueblo y que nos instaláramos en su casa. Movida por su emoción cantó La casita: “¿Que de dónde, amigo, vengo?/ De una casita que tengo/ más abajo del trigal./ Una casita chiquita/ para una mujer bonita/ que me quiera acompañar…”

Ernesto le preguntó que si cerca de su casa había un trigal. La respuesta de Aurora nos inquietó: “había uno, pero no sé si aún esté. Hace tiempo que no voy al pueblo”. Ernesto disminuyó la velocidad: “¿existirá todavía?” No era la pregunta más oportuna, así que las mujeres le gritamos: “¡Pamba, pamba, pamba!” Nos comportábamos de una manera tan infantil que Graciela observó: “lástima que no hayamos traído tortas. Cuando iba de excursión mis compañeros y yo nos las comíamos antes de salir a la carretera”.

El comentario le valió nuevas bromas, bastante subidas de color. Nos reímos hasta quedar exhaustos. Cuando nos detuvimos en el baño de una gasolinera le pregunté a Aurora por la ubicación de su casa: “está en la calle principal, frente a un mercado muy antiguo, en una esquina”. Caminó hacia la carretera, dijo que ya faltaba poco para que encontráramos la desviación a su pueblo: “hay que fijarse bien, porque si nos pasamos, como el siguiente retorno queda lejos, tendremos que dar un rodeo inmenso”.

IV

Y así fue, porque nos costó mucho trabajo descubrir el letrero clavado en un árbol que señalaba hacia la desviación. Circulamos un buen rato por un camino vecinal solitario. Nos creíamos perdidos hasta que vimos a lo lejos un caserío y eso nos devolvió el entusiasmo. Primero iríamos a la casa de Aurora para dejar las maletas y después saldríamos en busca de una fonda rústica donde pudiéramos comer platillos regionales. Aurora nos recomendó la carne de cerdo en verde, y pegó un salto: “allá se ven las torres de la iglesia. ¡Ya llegamos!” A pocos metros traspasamos el arco metálico que daba la bienvenida a los visitantes, pero el nombre del pueblo, de tan borroso, nos resultó ilegible.

La avenida Juárez era la arteria principal. Estaba casi desierta, cosa que atribuimos a la hora y al calor. Le pregunté a Aurora el número de su casa: “95, sólo que la numeración siempre ha sido muy caótica”. Recordé un dato que me había dado: “pero la reconocerás. Me dijiste que ocupaba una esquina. ¿No será aquella con el anuncio de pizzas?” Imposible. La siguiente y las demás esquinas tampoco fueron la que buscábamos.

Ante la observación desconfiada de los pocos transeúntes, recorrimos la avenida Juárez de arriba abajo hasta que Aurora reconoció su casa: no estaba en una esquina sino a mitad de la calle. La fachada sí era de adobe rojizo, pero el portón que nos había descrito resultó sólo una puerta carcomida. Todos nos miramos desconcertados mientras nuestra anfitriona buscaba las llaves en su bolsa.

Ernesto abrió la puerta con dificultades a causa de la hierba y los desperdicios. Cuando entramos una parvada de zanates alborotó más el olor a humedad. Aurora corrió para mostrarnos la habitación principal. El cuarto estaba en penumbra. Cuando plegó las sobreventanas vimos su pequeñez y el mobiliario: una cama regular, un ropero, un tocador con el espejo carcomido: todo de madera común devorada por la polilla.

Además de ésa, sólo había otra habitación de techos muy altos, invadida de objetos inservibles. Angustiada, Aurora nos condujo hacia el fondo de la casa para que viéramos la huerta. Era sólo una vasta extensión de terreno invadida por la hierba en donde sólo quedaba en pie un árbol moribundo de durazno. Aurora lloró al recordar el sabor de sus frutos.

Esa misma tarde comimos pizzas y regresamos en el autobús amarillo.

 
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