■ Improvisan hogar en vagón abandonado
Desesperanza a la orilla de las vías
Ampliar la imagen Natalia y sus hijos se han acostumbrado al reducido espacio y a la falta de servicios. La mujer argumenta que otras zonas son más inseguras o están fuera de sus posibilidades económicas Foto: Leopoldo Ramos
Ampliar la imagen Reyna y José viven junto con su madre, Natalia Granados, en un vagón de ferrocarril abandonado cerca de la zona industrial de Ramos Arizpe, Coahuila Foto: Leopoldo Ramos
Ramos Arizpe, Coah. 2 de agosto. Natalia no pierde la sonrisa, salvo cuando recuerda a su hijo mayor, José Alberto, quien murió hace un año, justo cuando cumplió los 15, quizás fastidiado por la miseria.
“Se ahorcó”, dice esta ama de casa de 34 años de edad, quien se esfuerza para que la voz no se le quiebre al hablar de quien le ayudó “desde niño” a conseguir unas cuantas monedas.
“Fue en la noche, cuando estábamos dormidos. Nos dimos cuenta en la mañana, cuando salí a buscarlo. No lo vi acostado en su cama. De ahí ató una cuerda y se dejó caer”, dice y apunta a la escalera de metal soldada al vagón de ferrocarril abandonado cerca de la zona industrial de Ramos Arizpe, donde vive con sus tres hijos: Jesús, de siete años de edad; Reyna Esperanza, de 12, y Cecilia, de 14.
Natalia Granados Gutiérrez observa con detenimiento las flores recién regadas que puso en el sitio donde su hijo mayor se quitó la vida. “Hace 12 años decidimos abandonar San Martín de Las Vacas –ejido al que se llega por la antigua carretera a Monclova– con la esperanza de encontrar mejor nivel de vida en Ramos Arizpe”, bastión del Partido Acción Nacional en la entidad.
Salió del pueblo en compañía de su esposo, quien era alcohólico y la abandonó hace seis años. “Cuando se fue los niños lo extrañaban, pero a fin de cuentas no trabajaba y siempre estaba borracho”, recordó. Contó que hace algunos días un conocido le informó que su marido se encontraba en un hospital, abatido por la cirrosis.
–¿Ha ido a visitarlo?
–No. Tengo que trabajar. Con un día que no trabaje no hay comida. Además, no tengo con quién dejar a los niños –responde con la mirada clavada en el suelo.
Natalia y sus hijos ocuparon el vagón cuando llegaron de su pueblo y nadie les cobra renta ni amenaza con desalojarlos. En el vagón contiguo al de Natalia vive otra familia. Hasta hace dos años había cinco carros ocupados.
“Antes éramos más los que vivíamos así. Estaba mejor, porque entre todos nos ayudábamos, pero a algunos les dieron casa; otros se fueron a otras ciudades y ya nada más quedamos nosotros”, dijo.
En el vagón Natalia adaptó una recámara en la que duermen sus dos hijos más pequeños; también instaló una especie de estancia con una televisión; otra parte sirve de cocina y recámara, donde duerme con su hija mayor.
A falta de baño, tienen que ir al monte o pedir que les dejen usar el de alguna de las viviendas cercanas. La energía eléctrica se las proporciona una vecina y el agua la acarrean en botes desde una toma comunitaria que está a 200 metros.
Natalia comentó que sus dos hijos más pequeños acuden a una escuela primaria localizada a cinco cuadras y la mayor cursa la secundaria. Ella se gana el sustento limpiando casas, lavando y planchando ajeno. Gana 50 pesos diarios, con los que compra frijoles y arroz, principalmente.
Cuando se le pregunta si las autoridades le han ofrecido una alternativa de vivienda, contestó: “Uno se acostumbra a vivir así. Con tantos años en la pobreza, ya no resulta extraño. Hace tiempo nos querían mandar a El Mirador (una colonia en el surponiente del municipio), pero no quise, porque allá hay mucho pandillero, la escuela de los niños queda muy lejos y pagaría renta. ¿De dónde?”
Para divertirse, los niños lanzan piedras al tren de carga y saludan a los migrantes centroamericanos que se dirigen a Estados Unidos.
Natalia aseguró que la mejor época del año para ella y sus hijos es la primavera, pues el frío amaina y el calor es incipiente. “En el invierno se siente mucho, frío por el fierro, pero cuando hace calor ni le cuento: no puede uno dormir, siente que se ahoga”, apuntó.
–¿Y cuando pasa el tren?
–Huy, todo se mueve. A veces se siente como si el vagón se fuera a voltear, pero no pasa nada. Ya estamos acostumbrados.