Usted está aquí: domingo 3 de agosto de 2008 Política Cosas de la política

Néstor de Buen

Cosas de la política

Me preguntaban hace un momento, en mi desayuno de todos los viernes, si a mí me interesaba la política, obviamente con la pregunta inmediata de si no habría pretendido en algún momento ser diputado, senador o, inclusive, secretario de Estado.

Obviamente mi respuesta fue que no lo había pretendido, lo que no quiere decir que no lo haya deseado.

El problema es de otra índole. Está, nada menos, que en la Constitución que fue redactada en su origen por unos hombres geniales pero con un nacionalismo a ultranza y una historia, muy presente, de sometimiento a otras naciones, España de manera especial, sin olvidar a Estados Unidos, que se robó la mitad de nuestro territorio.

Ese nacionalismo ha llevado a México a ser un país que discrimina a sus propios nacionales. Hasta la etapa anterior a la candidatura de Vicente Fox –y teniendo en cuenta sus antecedentes personales– para ser presidente de la República había que ser mexicano por nacimiento e hijo de padres mexicanos por nacimiento. Hoy eso se ha remediado a medias reformando el artículo 82 de la Constitución, lo que permite que sea presidente un mexicano por nacimiento (que, a lo mejor, nació en el extranjero) que sea hijo de padre o madre mexicanos.

Para ser diputado o senador, secretario de Estado, director de organismos paraestatales importantes como, entre otros, el Instituto Mexicano del Seguro Social, los candidatos deben ser mexicanos por nacimiento. Y si uno se pone a investigar otros casos (entre ellos ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, artículo 95-I) y algunos más, se advierte que esa rara especie de quienes somos mexicanos por nuestra pura y santa voluntad, de origen diverso, constituimos el grupo de los mexicanos de tercera, quiere decir, casi extranjeros que no requieren de residencia migratoria porque, eso sí, contamos con pasaporte mexicano.

Yo tardé muchos años, por eso mismo, en solicitar la nacionalidad mexicana. Lo hice en los años ochenta porque en ese momento entendí que, más allá de las fuertes raíces españolas, que aún conservo, mi vida era México y que si “me hacía mexicano” por lo menos podría ejercer el derecho de votar, aunque no el de ser votado.

Alguna vez alguien me planteó la posibilidad de ocupar un puesto muy importante en el gabinete. Su sorpresa de intermediario más o menos ignorante de mi realidad de mexicano de tercera fue enorme cuando le dije que no era posible. Seguramente a las demás personas señaladas para ocupar cargos de ese mismo nivel la llamada telefónica con el anuncio correspondiente les habrá causado la mayor de las emociones. A mí, simplemente, me hizo gracia.

El problema no se produce solamente respecto de puestos públicos. La Ley Orgánica de la Universidad Nacional Autónoma de México incurría también en esas mañas, y supongo que gracias a mi discurso de aceptación de la maestría emérita, en el que expresé mi inconformidad en contra de que una universidad –universalidad– mantuviera esas discriminaciones, el rector Juan Ramón de la Fuente introdujo algunos cambios. Sin embargo, se mantiene la exigencia del nacimiento en México para ser rector o director de facultad.

En España, el rey ha promulgado recientemente una ley en la que, entre otras muchas cosas, se establece el derecho a la nacionalidad española de los hijos y nietos de españoles exiliados. Y la Constitución española, perdónenme la inmodestia, gracias a mí que lo sugerí al presidente del Congreso Constituyente, el notable civilista Antonio Hernández Gil, se mantiene una regla que otorga la ciudadanía a los ciudadanos de aquellos países de América en los que se consagre la reciprocidad. No me inventé la solución: estaba en la Constitución de la República española.

Algún día abandonaremos esa posición acomplejada y discriminadora y todos los mexicanos seremos –serán– iguales. Al menos en sus derechos ciudadanos. Las otras desigualdades, las económicas y sociales, no se arreglan con cambios en la Constitución.

 
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