TOROS
■ En la undécima novillada en la Plaza México se despidieron los tres alternantes
Rotundo triunfo de la ganadería De Haro, cuyo encierro derrochó bravura y calidad
■ Una variada colección de carencias exhibieron los jóvenes Montiel, Piedras y De Alva
Ampliar la imagen Sin rumbo. Sólo falta una novillada para que termine la actual temporada y la mayoría de los aspirantes a figura no han mostrado actitud ni aptitud para lograrlo y mucho menos para ofrecer lo que el público espera Foto: Jesús Villaseca
Ayer, en el undécimo festejo novilleril de la Plaza México y penúltimo de otra deslavada temporada chica en la que nomás no hay entendimiento entre lo que quiere el público, lo que ofrece la empresa y lo que son capaces de dar los “soñadores de gloria” –Pacorro Páez dixit–, los asistentes experimentaron una doble frustración: no llovió en toda la tarde no obstante lo cerrado del cielo, y no hubo un torero con la actitud y aptitud para aprovechar alguno de los bravos novillos de De Haro.
Fue tan importante el comportamiento, la transmisión y la presencia de los seis ejemplares cárdenos claro y tan contundente su casta, que la convicción ganadera de don Manuel de Haro Caso y la amorosa afición de doña Marta González, su viuda, se enseñorearon del semivacío escenario para reiterar, una vez más, que las tradiciones se construyen y que la bravura es lujo de un taurinismo con grandeza y de una apasionada cultura pecuaria.
Si fatales anduvieron los espadas, los subalternos no cantaron mal las rancheras, pues está visto que en la llamada fiesta brava lo que hoy menos agrada a quienes se visten de luces es la bravura. Se entiende. El espíritu de la época es de simulaciones y apariencias y la bravura sólo se parece a… la bravura, esa condición de algunos toros de lidia que convierte la facultad de embestir en la potestad de hacer sentir, no sólo la sensación de peligro sino la emoción de lo que no se puede decir, a menos que lo dicte un toro bravo y lo interprete un torero dotado.
Gracias al esfuerzo y convicción ganadera de don Manuel, inculcados a sus hijos Manuel, Pablo, Vicente y Antonio, el hierro De Haro alcanzó por fin ese difícil equilibrio entre bravura y calidad, entre transmisión y toreabilidad, no obstante las zancadillas de unos y la politiquería de otros, que la bravura también tiene el don de provocar envidias y precauciones.
Abrió plaza Abanderado, con 434 kilos, cornidelantero, pronto y con un buen lado derecho que, al igual que sus hermanos, recibió dos puyazos y, lo más importante, demostró el gran afinamiento logrado en la embestida de estos toros, antaño violentos y que desarrollaban sentido o se defendían. Fue el único cuyos restos no fueron aplaudidos en el arrastre.
Mejor resultó Aldebarán, con 416 kilos, apretado de cuerna, con más recorrido y fijeza, que a gritos pedía una muleta con mando y oficio que nunca apareció. El tercero se llamó Nueve haches y fue el más ligero al pesar 386 kilos en la báscula y el que menos “dijo”, pues nunca le pusieron la muleta a la distancia precisa. El cuarto fue Mueganero, con 436 kilos, y al igual que el que cerró plaza, los de a caballo le dieron a llenar, como si se tratara de un “pregonao” y no de un novillo bravo al que había que plantarle cara y someter.
En el lugar de honor salió Aguadulce, con 455 kilos, precioso de hechuras, que llegó al último tercio alegre y comiéndose la muleta, sobre todo por el lado derecho. Pero en México todos se empeñan en creer que los toreros se hacen soñando y no toreando. Sin oficio no se logra nada, y si no que lo digan los políticos.
El sexto se llamó Batutero, pesó 475 kilos y fue objeto de una carnicería por parte de su inepto matador, de los varilargueros y del juez de plaza Eduardo Delgado, que en toda la tarde no supo ejercer su autoridad y menos premiar con un merecido arrastre lento a alguno de los deharos. Enhorabuena, ganaderos. Adiós a los tres novilleros: Montiel, Piedras y de Alva.