Espejismos de lenguas
Impulsada por el inconsciente revisaba los volúmenes más inaccesibles de mi biblioteca cuando me topé con uno viejo de bolsillo, las esquinas de las tapas dobladas, los bordes arrugados, los cantos rojos palideciéndose, las hojas amarilleándose y como preparándose a deshojarse; un libro cuyo origen no podría rastrear pero que me atrapó. Se trata de Conversaciones con Nelson Algren, de H.E.F. Donohue, en una edición de 1965.
Con el hallazgo en una mano, cuidándome de no caerme ni de soltarlo, ayudándome con la otra mano bajé los peldaños de la escalera apoyada diagonalmente contra el librero. Una vez con las dos suelas de hule grueso de mis botas firmes sobre las baldosas del piso, no dudé de que me había encaramado a las alturas bajo el mandato del destino de dar precisamente con este tomo, con el cual ahora me dirigía al sofá con la intención de leer las 300 apretadas páginas del texto en un aliento, como si esta velocidad de absorción, que correspondía a la medida de mi curiosidad, me hubiera podido ser viable.
En este caso mi avidez no se refería a que yo fuera una lectora particularmente afecta del dialogante principal del texto que leía, del objeto de la entrevista bajo mi lupa, y ni siquiera del género literario de la conversación al que, por cierto, me confieso per se atraída. Más bien, mi prisa por oír a través de la vista el diálogo impreso hallado a un paso del límite superior o cielo raso del pasillo de mi vieja casa respondía apenas a una partícula del inmenso interés que despierta en mí la petite histoire de la literatura. Resulta que Nelson Algren, El hombre del brazo de oro, fue una de las extensiones más importantes de la pareja amorosa Simone de Beauvoir / Jean-Paul Sartre, los escritores franceses que en los vertiginosos años 60 del siglo XX, con su lazo afectivo, marcaron una vertiente posible del amor, un declive, una inclinación, una pendiente, un desnivel posible del apareamiento amoroso. Sucede que desde hace años me intriga la motivación del enamoramiento de Algren y De Beauvoir, una razón tan elusiva como lo son todas las que, zigzagueantes, bordean el amor tras una pista o una clave por lo menos verosímil que lo explique, mayormente cuando involucra ambigüedades.
Si la liaison Sartre / De Beauvoir es un enredo de contrastes, la de Algren / De Beauvoir lo supera. Mientras que cuando ella lo contacta a él en Chicago por primera vez él define la voz que le llega del otro lado de la línea de teléfono como “un rechinido sin aceite”; ella dirige las cartas que entre continentes los amantes no tardan en escribirse a “Mi querido bestia macho”. En las Conversaciones... el inglés de Algren es suelto y de un nivel popular; en las cartas, el de ella, aparte de que no sea su lengua materna y de que tampoco la domine ni en calidad de segunda lengua, sino que más bien la trastoque de forma que a algunos les parecerá graciosa pero que a otros nos resulta ridícula, es un idioma pretencioso y reprimido, vanidoso y premeditado. El mundo intelectual de Algren bien puede competir con el de De Beauvoir por lo que hace a información y reflexión sobre temas de filosofía, política, literatura y las artes en general. Pero el abismo se abre al penetrar el mundo existencial de los dos enamorados. Nelson se encuentra en armonía en los bajos fondos de su amada ciudad de Chicago, entre drogadictos, alcohólicos y ex convictos; en cambio Simone es una rata de biblioteca, una activista de café y una feminista de labios para afuera.
Luego está el mundo moral que los oponía. La causa de su rompimiento suele atribuirse a que él no tolerara que en una novela De Beauvoir expusiera detalles de su intimidad con él, lo que calificaría a Algren de puritano. Pero si se atribuyera a la fotografía que Art Shay tomó de De Beauvoir desnuda, de espaldas, de tacones, ante el espejo del baño de un amigo de Algren, y que ella no destruyó, yo no reprobaría el puritanismo de Algren.