Usted está aquí: martes 22 de julio de 2008 Opinión País inhóspito para los jóvenes

Editorial

País inhóspito para los jóvenes

Los números de la primera Encuesta Nacional de Exclusión, Intolerancia y Violencia, levantada en los bachilleratos públicos del país entre 13 mil 104 alumnos de 15 a 19 años, proporcionan un diagnóstico crudo y brutal del extravío: más de 54 por ciento de los encuestados dicen estar tristes, 13 de cada cien han atentado contra su vida y casi 9 por ciento han pensado en el suicidio. Las dificultades para afrontar la existencia se ahondan entre las mujeres y en las regiones pobres. Así, 24.5 por ciento de las jóvenes oaxaqueñas han deseado morir y 21.7 por ciento han intentado poner fin a su vida. No es de extrañar que, en general, el mapa de la depresión juvenil parezca corresponderse con el de la miseria y la pobreza: es en Oaxaca, Tabasco, Veracruz, Durango, Tlaxcala, San Luis Potosí, Puebla, Guerrero, Jalisco y Morelos donde está más extendido el descontento de los muchachos con el mundo que los rodea.

Más allá de que la adolescencia conlleve aparejados conflictos con el entorno y angustias ante el futuro, no hay motivos para pensar que la melancolía, el sentimiento de soledad, las ganas de llorar y la percepción de la existencia propia como “un fracaso” entre los mexicanos de 15 a 19 años sean fenómenos propios de la edad, consecuencia de lecturas nihilistas o rebote de modas globales. Antes de las consideraciones clínicas hay razones sociales y económicas que permiten explicar semejante estado de postración de los jóvenes del país: la desintegración y la ruptura de los tejidos sociales, la falta de empleo de los padres y de perspectivas de trabajo para los hijos o, en el menos malo de los casos, las deplorables e injustas condiciones laborales de unos y de otros, las pésimas condiciones de vivienda y transporte en que subsisten millones de familias, la desolación ante una economía sin horizontes de movilidad social, la negación sistemática de garantías constitucionales básicas por parte de las autoridades de todos los ámbitos y niveles, así como una disociación permanente entre los escenarios idílicos del discurso oficial y una realidad de miseria, desigualdades, atropellos, exclusión, marginación, inseguridad e impunidad.

A lo largo de dos décadas, la tecnocracia neoliberal imperante ha llevado el sistema de educación pública a grados de desastre –lo prueba el mal desempeño de la gran mayoría de los aspirantes a ingresar en los centros de educación superior del Estado– y ha construido un país en el que los jóvenes pobres no tienen otros horizontes de desarrollo personal que la economía informal, la emigración, la delincuencia o, en el mejor de los casos, la incorporación a trabajos mal pagados, inciertos, inseguros, insalubres y carentes de perspectivas de superación. Como parte de la implantación deliberada del modelo político-económico que impera, la convivencia social ha sido suplantada por la ley de la selva de la competencia feroz, los derechos han sido sustituidos por “oportunidades” y la beneficencia privada ha remplazado a casi todas las instituciones de solidaridad y de redistribución de la riqueza.

Con este panorama a la vista, no es necesario buscar razones misteriosas o inescrutables para explicar la depresión o la tristeza que afecta a más de la mitad de los alumnos de los bachilleratos públicos. El motivo central está a la vista: la persistencia de un proyecto gobernante concebido para beneficio de los capitales y no de las personas, y que en su afán privatizador y desregulador ha devastado la agricultura, la industria, los servicios públicos, los programas de bienestar social, los derechos individuales, la educación, la salud y la cultura, y que ahora, para favorecer a las grandes corporaciones, pretende expropiar al conjunto de los mexicanos la única gran riqueza que aún conserva el estatuto de nacional y colectiva: la industria petrolera.

 
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